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El día que derribé Jericó

Nov 11, 2025

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El día que derribé Jericó
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Siempre pensé que las ciudades se conquistaban con manos sucias y nombres en los labios. Que la victoria era un mapa, un horario, la punta de una lanza. Aprendí tarde que la primera ciudad que se vence es la que uno levanta por dentro: un anillo de piedra para ocultar el corazón.

Mis muros no tenían otra intención que conservarme: guardar vergüenzas, amontonar excusas, erigir castillos de silencio. Eran cocidas con promesas rotas y con la puntualidad del miedo. Por fuerza quizá se parecían a casas, a fachadas decentes, por dentro eran cárceles donde yo practicaba la costumbre de no vivir.

Llegó el día en que la voz amiga -o la voz que supo hablarme como Dios habla- me dijo que no alcanzaba la furia. Que no bastaban brazos ni planes, porque la piedra responde a la violencia con más piedra. Me indicó otra cosa: caminar. No alrededor de una muralla ajena, sino alrededor de mí misma, siete veces, como quien hace una liturgia de espera.

Marché con la lentitud de quien se observa: paso tras paso, mirar tras mirar, la respiración como único ritmo. Me acompañaron silencios que sonaban como trompetas -no metálicas, sino de carne-: el arrepentimiento, el perdón que uno se atreve a pedir, la gratitud que nunca supo cómo entrar. Cada vuelta sumaba una pequeña rendición: una excusa menos, un orgullo que se aflojaba, una memoria que se ofrecía al polvo.

En la séptima mañana hubo una agitación que no era estruendo ni dramatismo: era la verdad rompiendo su propia corteza. Una grieta, apenas una, y después otra. Las piedras se fueron soltando sin estrépito teatral, como si se hubieran cansado de sostener mentiras. El aire -ese aire que había sido rehén de mis muros- entró de golpe y supo su nombre: libertad.

Lo que apareció detrás no fue una tierra prometida con promesas escritas en oro, sino un terreno húmedo donde crecen las cosas que necesitan tiempo: arrepentimientos que se hacen raíces, deseos que no se disfrazan de planes, manos que aprenden a cuidar. Vi también a Rahab de pie entre las ruinas: no la historia antigua, sino la versión mía que tuvo la audacia de ofrecer refugio a la esperanza. Ella era la que había abierto una ventana cuando yo aún dormía; ella fue la argamasa que permitió que algo nuevo prendiera.

Entré descalza. No por humildad impostada, sino porque el barro me quiso reconocer. No traje estandartes; traje preguntas. Y supe -como se sabe la noche que ya no volverá a ser la misma- que derribar Jericó no era borrar mi pasado, sino aprender a habitarlo sin construir con sus escombros otra prisión.

La última piedra que cayó fue la del juicio que me imponía a mí misma. Cayó y quedó ahí, entre raíces nuevas, como testigo y no como muro. Entonces, por primera vez, entoné una trompeta que no pidió guerra sino permiso. Y la ciudad -esa ciudad íntima, antigua y ahora lavada- respondió abriéndose en silencio, para que pudiera volver a entrar.

Yuliana Davico

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