Todas las palabras que mis oídos han escuchado han llevado consigo el peso adicional de mi consciencia.
El sonido de la primera vez que aquel hombre dijo mi nombre con ternura lo tengo guardado mudo en la memoria, como si fuera solo el sonido de mi cabeza cortando el aire para girar a ver su rostro.
No entendí si el gesto era su amor acariciándome desde adentro de una palabra, o si era el papel que tocaba jugar frente la compañía de la gente en la cocina.
Y Me sentí de pronto actriz de la obra que guione en mi cabeza todo ese tiempo esperando que sea verdad.
Lo fue, solo en ese instante frente a la audiencia del inútil desastre que fue nuestro encuentro.
Las promesas kamikazes me las creí todas.
Las puestas en escena, una por una, fueron todas reales dentro de mi.
Incluso las que así no sentía las volví parte de mi carne, para luego duelar algo que nunca quise pero que creí que el si.
Confié en sus palabras como si hubiera decidido pronunciarlas sagradamente.
Confié en aquella piel como si fuesen las paredes de mi nuevo hogar.
Un hogar de reemplazo al que partió hace poco, una persona cuyas palabras siguen en este plano sin nadie para guardarlas donde corresponde.
Como mierdas muertas en el piso que no pueden descomponerse porque el peso de mi consciencia las retiene sobre la tierra y no las deja absorber y transformar en otra cosa.
Mi compost personal, fuente muerta que evoco a mi voluntad haciéndola vibrar en el suelo desde mi memoria.
Un hogar que vive muerto en mi, una bombilla de luz que titila si me acuerdo que existe, un sorete que no termina de descomponerse porque aún tengo memoria.
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