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El despertar de la Yacumama

Jul 13, 2025

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El despertar de la Yacumama
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Eran mis primeros tiros con la cerbatana de mi padre. Todos los días practicaba para poder ayudar a nuestra comunidad. Y para ser mi primera vez, no lo hacía mal.

Sin embargo, un extraño e inquietante sonido me hizo perder la concentración en el tercer tiro. Era algo que nunca antes había escuchado. Sonaba como un tigrillo con voz rasposa. Poco a poco ese sonido se acercó más y más, derribando árboles de cedro a su paso.

Mis piernas temblaron instantáneamente. Traté de reunir el valor para tomar mi cerbatana y enfrentar a la bestia desconocida, pero no pude. Cuando finalmente asomó su cabeza, tenía dos ojos luminosos y cuatro patas redondas. Nunca antes había visto tal cosa. Pero no venía sola. Traía a cinco bestias más pequeñas que emitían un zumbido más suave, pero igualmente perturbador. Cada una cargaba un jinete. Personas como nosotros, pero con rostros extraños y mirada dura.

Cuando me vieron, gritaron en un idioma inentendible. Se bajaron de sus bestias y uno se acercó. Tuve el coraje de alzar mi cerbatana y disparar, lo que los hizo retroceder. Aproveché para correr hacia mi maloca y avisar a todos en la comunidad.

Pero no tuve ni un segundo para advertirles. Aquellos forasteros ya estaban detrás de mí. Bajaron de sus bestias metálicas y golpearon a los hombres de la aldea, incluido mi padre, el sabio de nuestra comunidad. Él era nuestro líder espiritual, un hombre de piel curtida y ojos profundos. Solo él podía comunicarse con la Yacumama, la gran serpiente que protegía nuestras tierras.

Los extraños repetían palabras que nadie comprendía. El más alto se dirigió a mi padre, pero al no obtener respuesta, lo golpeó brutalmente hasta dejarlo inconsciente. Yo grité, pero mis vecinos me sujetaron: "¡Calla, Yuri, no empeores esto!"

Cuando aquel hombre me vio, la comunidad entera se colocó frente a mí, protegiéndome. Era un niño de diez años, flaco, de piel morena y ojos como castañas. Alegre y curioso, todos en la aldea me tenían cariño.

El extraño sacó un cuchillo enorme y apuñaló a un árbol de shiringa, el hermano mayor que nos daba sombra y albergaba el espíritu de la Yacumama. La savia blanca del árbol empezó a brotar. Otro forastero, con la piel cubierta de extraños dibujos, repitió la acción. Luego, nos obligaron a todos a hacer lo mismo. Algunos se negaron, pero fueron golpeados sin piedad, sin importar si eran niños, ancianos o mujeres embarazadas.

Al caer la noche, llevamos a mi padre inconsciente a nuestra maloca. Una anciana curandera preparó brebajes y entonó íkaros medicinales para invocar la protección de la Yacumama. Yo me arrodillé junto a él, con el corazón lleno de rabia y lágrimas en el rostro.

En la madrugada, mi padre despertó de golpe: —¡Yacumama ya viene! —gritó con los ojos encendidos.

Lo abracé. Le ofrecí los brebajes. Él los bebió y me miró con urgencia: —Toma la cerbatana, hijo. La gran madre nos ha escuchado.

Una tormenta oscureció el cielo. Truenos retumbaban mientras un susurro antiguo resonaba en el aire. Las hojas temblaban, el viento se arremolinaba. Todos salimos de nuestras malocas.

Entre los árboles, el suelo empezó a vibrar. Un rugido profundo se mezclaba con la lluvia y el retumbar del cielo. Los forasteros también salieron, asustados.

Entonces, los árboles se separaron como si una fuerza invisible los apartara. Un silbido sobrenatural se elevó. Y allí, entre sombras y relámpagos, emergió la Yacumama. Su cuerpo era más largo que el río, su cabeza del tamaño de diez malocas. Su piel era de un verde brillante, como si el sol la habitara. Sus ojos eran dos soles antiguos, y de ellos fluía una energía que hacía temblar la tierra.

Una voz retumbó dentro de nuestras mentes: —Hijos míos, su dolor ha llegado hasta mí.

Entonces, con una velocidad imposible, la Yacumama se lanzó sobre las bestias metálicas. Las destruyó con sus mandíbulas, masticando acero como si fuera madera podrida. Los forasteros gritaron, corrieron, pero fueron arrastrados por su cuerpo enorme, que giraba como un torbellino. Los vientos aumentaron, el río se elevó y una ola gigantesca cayó sobre ellos, ahogándolos y llevándolos lejos.

El silencio volvió. Y del corazón de la selva, la Yacumama emergió de nuevo. Traía algo entre sus mandíbulas. Era una canasta tejida con hojas de irapay. La depositó con delicadeza frente a mi padre.

Todos contuvimos el aliento.

—La hallé abandonada en el bosque —dijo la voz ancestral—. La he protegido con mi esencia.

La canasta se abrió sola. Dentro, una bebé dormía plácidamente. La Yacumama bajó su lengua y la tocó con una gota de su saliva sagrada. La piel de la niña brilló. Aparecieron símbolos en tonos turquesa que se movían como serpientes vivas. El aire se llenó de un perfume embriagador, y una luz cálida envolvió a todos los presentes.

—Su nombre será Nayara, la que brilla. Ella es mi carne, mi voz. Protéjanla, enséñenle, ámenla. Porque ella será la primera de una nueva generación de guerreros místicos que defenderán esta tierra.

La Yacumama se retiró entre los árboles. La tormenta cesó. El cielo se abrió. Un nuevo amanecer nos encontró llorando de alegría.

Mi padre alzó a la niña hacia el cielo. Todos gritamos: —¡Nayara!

Yo también lo hice, porque la Yacumama nos había devuelto la esperanza, pero también porque había ganado una hermana. Y desde ese día, juré protegerla con mi vida.

Alexander Verano

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