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    El deseo

    Unfurl

    Mar 28, 2025

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    I.

    Las luces del comedor se apagaron cuando los niños rodearon la mesa. Los pequeños codos apoyados sobre el mantel y las manitos preparadas esperaron que alguien dijera la primera sílaba para empezar a moverse.

    —Que los cumplas feliz…

    La cumpleañera alejó sus trenzas del fuego y observó fijamente la llama que se mecía de un lado al otro por el conjunto de respiraciones exaltadas. Odiaba el concepto de cumpleaños, los invitados desconocidos y la presión de los besos y abrazos extraños.

    —Que los cumplas feliz…

    Tenía la seguridad de que ese sería el último. Su mamá había estado en el de los 4 y los 5. Sus hermanos en todos, salvo este. Los compañeros de su salón abultaban la fiesta, pero no llenaban el vacío. Cumplir siete años era suficiente.

    —Que los cumplas, R…

    Y, a sabiendas de que sería la chance durante algún tiempo de pedir los tres deseos, cerró los ojos y enumeró en su mente: encontrar a mi papá, que me dejen cortarme el pelo y tener un gatito.

    —Que los cumplas feliz…

    Sopló y observó a su alrededor. Sonrió con desgano y salió al patio en busca de los perros.

    II.

    La pelota de Pocahontas iba y venía por el comedor. La voz del periodista desde el televisor anunciaba el fallecimiento de un policía en un enfrentamiento.

    Se detuvo en seco y leyó el titular con preocupación.

    —Quiero encontrar a mi papá —dijo sin miedo y se dio vuelta para observar a quien consideraba su madre.

    La mujer siguió secando un plato con un repasador tan desgastado como su paciencia.

    —Tu papá es este —insistió— y tu mamá soy…

    —No —interrumpió en seco—. Me dijiste que me ibas a ayudar.

    —No sé cómo hacer.

    —Nunca saben nada ustedes —soltó y se arrepintió al instante. Había aprendido que demostrarse superior solo llevaba a las mismas amenazas de siempre: “y por qué no te vas con tu madre”, “así te pagan”, etcétera.

    Ella soltó el plato, se acercó a la niña y tomó la pelota.

    —Te dije que la pelota es para los varones —riñó llevándose el juguete y la esperanza.

    III.

    Los años habían impuesto una distancia con todos. El aislamiento del resto del grupo familiar se había profundizado y, a menudo, se sentía en una burbuja inquebrantable.

    Ella había perdido el oído y no solo ahora verdaderamente no lo quería escuchar, sino que, además, se había vuelto completamente dependiente de su presencia. Desde los doce años se encargaba de las compras y la reconstrucción de los errores en la economía familiar, de sus trámites médicos y de la traducción e interpretación de cada conversación hasta que pudo tener audífonos.

    Él simplemente nunca estaba. Y, cuando su presencia rondaba por la casa, su silencio era sepulcral.

    Había crecido acostumbrado a la aspereza y a la falta de besos y abrazos. Entre ellos y para él, que invisible a los ojos de los demás empezaba a latir dentro de su alma adolescente.

    El hijo, por su parte, se había ido transformando lentamente en un monstruo avalado por sus padres. Un monstruo vago e ignorante, pero que a veces provocaba su paciencia y la desafiaba al límite.

    —No tengo hambre… —dijo alejando el plato. Ya había intentado con el “no me gusta”, pero había fallado tanto como el “me duele la panza”.

    —¿Te das cuenta que le das todo y así te paga? Por eso la madre no lo quiso —chistó sin dejar de hacer zapping.

    —Pero no tengo hambre —rebatió—. ¿Qué tiene que ver?

    —Que si no te gusta lo que hay andate con tu madre.

    Inhaló profundo dispuesto a tragarse sus palabras. Pero, tal vez, ese era el problema: tenía el estómago lleno de palabras que no podía soltar.

    —¿Sabés qué? Mi madre no me querrá, pero yo paso a polimodal y vos no llegaste ni a saber qué es una ecuación. Además, no hacés na-da —refutó haciendo énfasis sin dejar de sostenerle la mirada, aunque él no se la devolviera y sonriera con una mueca sobradora—. Y yo ya voy a encontrar a mi papá y me voy a ir con él.

    Se levantó de la mesa, cruzó el patio y corrió a buscar refugio en la casa de la tía.

    No estaba seguro de lo que había dicho, pero el deseo seguía anclado.

    IV.

    El último año de la secundaria estaba llegando a su fin y, con ello, la vida adulta estaba a la vuelta de la esquina.

    Sus “madres” se habían distanciado hacía años, pero ante la búsqueda sin éxito en internet necesitaba respuestas.

    Aseguró que volvía a casa un poco más tarde porque tenía que juntarse a hacer un trabajo práctico, pero salió de la escuela y se tomó un colectivo hasta la casa de la mujer que lo había traído al mundo.

    Habían pasado al menos 7 años desde que la había visto por última vez. Ella lo había encontrado en Facebook y, al menos una vez por semana, le escribía para ver cómo estaba.

    Sentados frente a frente en la mesa del jardín escuchó una versión completamente diferente a la que le habían contado.

    —Está bien —sentenció dispuesto a perdonar—. Ya estoy grande y puedo decidir cuando venir a verte. Pero tengo una pregunta más.

    Ella asintió dispuesta a escuchar.

    —¿Qué nombre me hubiera puesto mi papá si nacía varón?

    La tomó por sorpresa y pareció pensar un rato.

    —Creo que Rodrigo y alguno con A. Decía que ibas a tener sus iniciales. ¿Por?

    Guardó silencio y, junto al deseo, decidió que iba a usar ese nombre en su círculo cercano durante un tiempo.

    V.

    La decisión de ser había dado de qué hablar.

    La madre de todos los días había culpado a la que lo había gestado justificando que los excesos seguramente habían generado “esto”.

    La otra responsabilizaba la forma de crianza y lo había expulsado de la “mesa de hermanos” en el cumpleaños de 15 de la hermana más chica porque no podía “explicar” quién era ahora de cara a los demás.

    Los portadores del apellido habían encontrado la excusa perfecta para esconder su defensa genética casi mengeleana detrás de la vergüenza.

    El monstruo se sentía cada día más autorizado al desafío y la violencia verbal serpenteaba lentamente buscando la física.

    Había encontrado miembros del linaje que buscaba y haber conocido a su abuela había sido reparador en medio de tanto desastre.

    Su vida académica estaba llegando a su fin, su vida amorosa era su lugar seguro y los fines de semana su única paz.

    Y ahí, debajo de la crisis, el deseo de su infancia luchó como la llama de una vela en medio de la tempestad para no apagarse durante una década más.

    VI.

    El último año había sido revelador y transformador. El monstruo y sus secuaces rompieron lazos con absolutamente todos después de un duelo y por última vez tuvo que escuchar: “con todo lo que te dieron…”.

    El silencio fue verdaderamente aliviador. Y la incertidumbre de no saber nada sobre sus vidas hasta lo alegraba un poco.

    Después de casi quince años siendo usuario de internet, lo había encontrado. Cada tanto, miraba su perfil en LinkedIn como esperando que pase algo. No sabía qué. Tal vez ver una foto, tal vez dejarle un mensaje.

    Su compañera de vida estaba cerrando el viaje pendiente que soñó durante su adolescencia y él, a solas una noche en el comedor, decidió revisitar una carta que había escrito tiempo atrás. La emoción de que ella hubiese logrado un deseo pendiente lo había hecho enfrentarse a sí mismo y al que aún flameaba en algún rincón de su alma.

    Sin otras batallas por librar, decidió enviarla. Quizá no obtuviera respuesta, pero si por algo había luchado a solas durante años era por su identidad y no estaba dispuesto a desistir.

    VII.

    Ese sábado de marzo no bajó solo en la estación. Supo que, invisible pero presente, la criatura que pedía siempre el mismo deseo iba de su mano igual de ansiosa y expectante.

    Y, cuando escuchó su voz a sus espaldas decir su nombre, aunque su cuerpo se haya quedado inmóvil de la sorpresa, su propia niñez lo soltó para correr a abrazarlo satisfecha de que por fin lo habían logrado.

    A partir de este punto, el resto queda por ser escrito.

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