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El derecho a creer: una reflexión sobre la fe y la ironía moderna

aylu

Oct 8, 2025

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El derecho a creer: una reflexión sobre la fe y la ironía moderna
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No soy devota de ninguna religión, pero tampoco atea. Mi vínculo con la fe no es una cuestión de dogmas, sino de necesidad. Cuando toco fondo, cuando el mundo se vuelve insoportable y todo parece derrumbarse, lo único que me queda es aferrarme a la fe. No a una iglesia, ni a una figura concreta, sino a esa sensación humana, visceral, de que algo puede dar sentido al sinsentido. La fe, al fin y al cabo, es una forma de resistencia frente al vacío.

Sin embargo, hace tiempo noto algo que me resulta incómodo. Parece haberse instalado un código tácito, una suerte de permiso cultural, para ridiculizar al cristianismo. Es común ver cómo se lo parodia, se lo banaliza, se lo reduce a los estereotipos más burdos. Y lo curioso es que ese mismo gesto, aplicado a otras religiones, generaría un escándalo inmediato. Si las burlas fueran dirigidas hacia la comunidad judía, por ejemplo, habría una condena pública casi unánime. Y no lo menciono desde el antisemitismo, sino desde la observación de una diferencia evidente en la vara con la que se mide el respeto.

No se trata de negar la historia ni de minimizar las razones que justifican cierta sensibilidad hacia determinados pueblos o credos. Se trata de señalar que el respeto no debería ser selectivo. Que la fe, en cualquiera de sus formas, merece ser tratada con la misma dignidad, sin jerarquías morales impuestas por la moda cultural o el miedo a la corrección política.

No se trata de defender una religión específica, sino de cuestionar esa selectividad en el respeto. La crítica hacia los abusos del poder religioso, hacia las instituciones que traicionaron sus propios principios, es necesaria y legítima. Pero otra cosa muy distinta es convertir la fe —esa experiencia íntima y personal que sostiene a tantas personas— en objeto de burla sistemática. Cuando ridiculizamos la fe del otro, estamos atacando su refugio, aquello que le permite seguir de pie cuando ya no queda nada.

Pero la fe no es lo contrario de la razón. Es, como decía Kierkegaard, “el salto hacia lo imposible”, un acto que empieza justo donde termina la lógica. Y en tiempos donde reina el desencanto, aferrarse a la fe —aunque sea una fe indefinida, temblorosa, sin nombre ni templo— puede ser uno de los gestos más subversivos.

Nietzsche escribió que “Dios ha muerto”, pero no porque haya dejado de existir, sino porque el ser humano lo expulsó de su horizonte de sentido. Tal vez esa muerte no hable de Dios, sino de nosotros. De nuestra incapacidad para mirar más allá de lo visible, de nuestra soberbia al creer que todo lo que no se entiende debe ser ridiculizado o descartado.

Yo no creo en instituciones, pero sí creo en la necesidad de creer. Porque sin fe —sin esa llama que no se apaga del todo ni siquiera en los peores momentos— la vida se vuelve un experimento sin propósito. Y aunque muchos se rían, prefiero ser ingenua antes que cínica. Prefiero aferrarme a algo que no puedo explicar antes que vivir en el vacío absoluto.

Porque, al final, cuando todo se rompe, cuando la razón no alcanza y la realidad nos devora, incluso el más escéptico busca algo en qué creer. Y ahí, en ese instante de fragilidad compartida, la fe deja de ser un signo de debilidad para convertirse en lo que siempre fue: una forma de esperanza, y quizás, la última trinchera que nos queda como humanidad.

aylu

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