En los arduos registros del Santo Oficio, donde la sombra de la hoguera se alarga sobre la fe y el delirio, hay un nombre que resuena con discreta ironía: Alonso de Salazar Frías. Hombre de letras, jurista de Salamanca, fue uno de esos raros inquisidores que prefirieron la duda al dogma, la razón al suplicio. Su historia, tejida entre los muros de la Inquisición y los mitos de la brujería, parece extraída de un cuento moral, de esos que se narran en voz baja para no despertar a los fanáticos.
Nacido en Burgos en 1564, Salazar Frías fue un hijo obediente de su tiempo, pero también un lector voraz. Las aulas de Salamanca, ese laberinto de teología y derecho, lo formaron en la disciplina escolástica, pero no lograron ahogar en él cierta inclinación hacia lo metódico, hacia lo verificable. Quizás, en algún rincón de su memoria, ya se insinuaba la sospecha de que el mundo estaba lleno de espejismos, de que el demonio podía ser, a veces, solo una metáfora del miedo.
Cuando ingresó en el Santo Oficio, no lo hizo como aquellos inquisidores que veían herejías en cada sombra. Prefería los documentos a los gritos, los argumentos a las confesiones arrancadas por el tormento. Tal vez por eso, cuando el caso de las brujas de Zugarramurdi llegó a sus manos, no vio demonios, sino el reflejo de una histeria colectiva.
En 1609, Navarra era un territorio convulso, donde el viejo miedo a la brujería, importado de más allá de los Pirineos, había enraizado como una mala hierba. Bajo la dirección del inquisidor Valle Alvarado, decenas de hombres y mujeres confesaron, entre lágrimas y dolores, haber volado en escobas, haber besado el trasgo en aquelarres nocturnos. El Auto de Fe de Logroño (1610) fue un espectáculo piadoso y cruel: llamas, arrepentimientos, cenizas.
Pero Salazar Frías, enviado a investigar, no encontró rastros de magia negra, solo el rastro de la tortura y el delirio. En su "Memorial de 1612", ese texto que hoy parece un oasis de lucidez en el desierto de la superstición, escribió que las brujas no existían, o al menos, que no existían como el tribunal creía. "No hay pruebas, solo palabras arrancadas por el miedo", argumentó. "Si volaron, fue en sus sueños; si pactaron con el demonio, fue en sus pesadillas."
El Tribunal supremo, con esa lentitud burocrática que a veces se confunde con sabiduría, terminó por darle la razón. Las cazas de brujas en España se atenuaron, como si el país, cansado de su propio fanatismo, hubiera decidido mirar hacia otro lado. Salazar Frías murió en 1636, sin saber que siglos después, algún historiador lo rescataría del olvido para convertirlo en un héroe involuntario, un hombre que, dentro de la maquinaria de la intolerancia, prefirió ser justo antes que ser cruel.
Salazar Frías fue, en el fondo, un hombre que buscó la verdad en un mundo de ficciones impuestas, que prefirió el laberinto de la razón al atajo de la hoguera. Y así, entre los pliegues de la historia, su figura se agranda: no como un santo, ni como un mártir, sino como aquel que, en medio de la noche dogmática, se atrevió a encender una vela—no para quemar, sino para iluminar.
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