Ya no estabas.
No fue cuando te fuiste.
Fue antes.
Cuando el mundo era esa habitación
y vos no mirabas.
Cuando yo dejaba de existir
al lado tuyo
y vos respirabas igual.
Hablabas en voz baja,
pero yo escuchaba todo.
No las palabras,
el gesto.
La entrega.
Eso que era mío y se iba
mientras yo no podía irme.
Dormías.
O me mentías el sueño.
Y yo,
quieta,
con los ojos abiertos hacia la oscuridad
—no por miedo—
sino para no romperme llorando.
Se quebraba algo.
Muy hondo.
Algo que ni el cuerpo sabe cómo sostener.
Un hilo invisible que unía lo que yo creía amor con lo que vos ya habías dejado en otra parte.
No grité.
No te toqué.
No pedí.
Era demasiado tarde.
Hasta el dolor tenía que ser
silencioso,
para no molestarte.
Me quedé ahí.
Sabiendo.
Sintiendo.
Mientras por dentro se deshacía algo tan mío
que ni yo sabía cómo nombrarlo.
Y no lo hice.
No lo dije.
Guardé el temblor entre los dientes.
Guardé el llanto en la garganta
como una flor podrida.
Y cuando vos dormías
—si dormías—
yo velaba mi propio duelo
al lado tuyo.
Y vos
no lo supiste.
Desde entonces,
aunque tu cuerpo aún pesara en la cama,
ya no estabas.
Y yo,
aunque seguía viva,
era sólo la que miraba
cómo amabas a otra
sin siquiera levantarte de la cama.
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