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    el cuerpo ahogado

    Sabina

    Mar 14, 2025

    80
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    Si estaba en la hamaca paraguaya no era por elección, sino por estricta necesidad de estar recostada, y la hamaca ofrece la posibilidad única de estar recostada sobre el aire. Hacía horas que era castigada por un dolor de estómago, por acotar y nombrar de alguna forma a la tortura demoníaca que la isla me impuso esa tarde.

    La isla es maravillosa, seductores y soberbios son sus colores, sus sonidos, sus vistas extremas de plenitud anaranjada, su agua de mar imperturbable que se siente liviana como la embotellada, sus cielos opresivos y la falta de viento, que una solo percibe por su ausencia, como hace la costumbre. La isla es maravillosa aún en sus tormentos. El calor no es dulce como en la canción de Altocamet, de una pecera tropical lisérgica sin estado térmico. El calor es amargo es opulento, y dirige todo la actividad de la superficie y las profundidades que rodean la isla, dirige también cómo reaccionan nuestros cuerpos, aparatos endebles que se aclimatan a su ritmo.

    En mi caso, el dolor era nauseabundo, y después de decenas de minutos ya me llevaba a sopesar la idea de intentar dejar de respirar. Horas después, cuando se me unieron mis amigos en la playa, me enteré de que ellos también habían deseado lo mismo. Ellos le buscan una explicación, piensan que puede ser el efecto de drogas consumidas días antes, de comida extraña para nuestros cuerpos, yo sé que es el calor que nos rodea y que multiplica la isla. Yo sé, también, que es una parte vital del intercambio que se hace con ella, para permitirnos el privilegio de flotar en sus aguas y, tomar de sus rayos de sol, flotar entre sus animales acuáticos y comer de sus árboles.

    Pero estaba en la hamaca paraguaya, porque estar parada era una tortura china, el estómago se me comprimía en un cinturón ajustadísimo que presionaba toda la periferia del torso, desde la cintura hasta las costillas, como un corset demoníaco. Acostada, para intentar ignorar el dolor que me partía, me obligué a entender las líneas de la novela que leía cada unos cuantos días. Demasiado profunda, demasiado existencialista, me daba muchísimo en que pensar, parecía estar hecha para el momento personal en el que llegué a este lugar, del que ya no puedo rememorar o razonar ni dos pensamientos seguidos. Pero acá estoy, balanceandome lento entre los bloques macizos de aire brasilero, anclada a la línea de pensamiento de Clarice Lispector. Me intriga cómo describe con igual profundidad la mente del caballero, la cabeza de la joven enamoradiza, me pregunto si correspondería que busque una guía espiritual en un personaje.

    Me estrangula el dolor de nuevo, pierdo el hilo de la página que es un párrafo completo, ya no entiendo las metáforas, las veo como una pila de piedras amontonadas en el suelo. Me llama él desde el agua, él no tiene dolor y siente la espalda mucho más liviana. La playa es muy pequeña, puede llamarme sin siquiera alzar la voz, y yo escucharlo con solo un movimiento de ojos. El agua del mar me llega horizontalmente a la mitad del campo visual, y la deseo, es lo único en lo que pienso desde que llegué a este lugar. Me vuelve a llamar, me convence de ir, “el agua cura todo, amor”. Voy para allá como enganchada de un señuelo. Y sangro.

    Llego al agua y su estado de ánimo me toma por sorpresa, me río como se ríe una persona dolorida al ver felicidad en rostro ajeno. Me río y me doy cuenta de que todos mis poros ahora respiran agua fresca, que tenía tan cerca el manantial que permite desprendernos del suelo. El agua me mece suave en movimiento neutro, en aquella playa diminuta el oleaje es solo un concepto, aquel mar se muestra indiferente al resto de las costas que la toman como declaración de principios. Y el cinturón en el torso se deshizo en la arena debajo de nuestros pies flotando, y las horas empezaron a pasar como un arrullo que dice nunca más vas a encontrar esta paz alrededor tuyo. Y lo escucho, lo escucho.

    Es de noche, la piel está impermeabilizada a la temperatura afuera, y solo recuerda el frío cuando desde la superficie tomamos el envión y cerramos los ojos para bajar como ancla arrojada en línea recta para chocar con la arena cuatro cinco siete metros debajo, y subir aterrados porque no tenemos ni ojos ni oidos ni tacto ni gusto a nuestro alcance. Y respiramos, y nos sentimos mejor flotando e ignorando. Es de noche, y se siente como la única noche que alguna vez vivimos, como si, de despertarnos de golpe, fuéramos a olvidar lo que se sintió conocer en sueños lejanos lo que fue por única vez una noche de verano. Pero no vamos a despertar, así que elegimos salir y volver a entrar, y salir y volver a entrar, y salir y volver.

    Cuando el cuerpo se lleva a si mismo a descansar y volver al contacto con el aire, vuelvo a aquella hamaca, que se empapa y me abraza, me tapa el cuerpo casi desnudo a un horario en el que no recibe el sol. Floto en la hamaca, ahora con resaca de un mareo de tierra después de horas dentro del mar, me pregunto si somos anfibios. Me relajo mirando el techo con restos de arena, con moluscos, con humedad, y ahí me quedé. Me despierta un grito, escondida aún por el sueño envuelto en la hamaca la me cuesta distinguir el horizonte negro de la orilla donde veo a mis amigos moviendose erráticos, sollozando. Me acerco tropezando y sin mis anteojos, por eso no logro ver los bordes que definen un cuerpo, la forma del pelo, el rostro. Pero veo la forma de un cuerpo claro y quieto, abandonado, boca abajo, el cuerpo que me incitaba al agua en el crepúsculo. ‘Dejame acá, no importa lo que me pase’ dijiste cuando el alchol te ahogaba. Te relajaste, y ahí te quedaste.

    Sabina

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