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El Cuaderno

Sep 14, 2025

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Aldo. Aldito, Aldo… Siempre había sentido que lo suyo no era menor, aunque nadie pudiera comprobarlo. Le pesaba esa sospecha de que estaba hecho para algo grande, pero todavía no encontraba el escenario.

Veía a sus compañeros con sus libretas de bolsillo, garabateando tonterías como listas de pendientes o frases de películas mal recordadas, y le daban una mezcla de lástima y rabia. ¿Para eso un cuaderno? ¿Para apuntar el cumpleaños de la tía rechoncha o la receta de un postre que jamás cocinarían? Vaya idiotas.

Los diarios íntimos no le parecían mejores: un vertedero de angustias, juguetes de oficinistas, reliquias de amaneraditos. Tonterías, en resumen.

Hasta que un día leyó —no recordaba bien dónde, quizá en una entrevista deshilachada en una revista olvidada— que Pulti Hanikken, su poeta de nicho favorito, había dejado lo que él mismo presentó antes de morir como su mayor legado: un único libro escrito a mano. No publicado, no impreso, sino manuscrito, letra a letra, como una ofrenda deliberada contra el tiempo.

Eso le pareció distinto. Casi un gesto heroico. La posteridad, pensó Aldo, no siempre llega en ediciones de lujo: a veces se preserva en tinta tambaleante, en páginas que respiran el mismo aire que el autor.

Desde entonces, la idea de escribir un libro a mano ya no le pareció una ridiculez. Al contrario: lo sintió como un deber. Un favor, incluso, hacia la sociedad que todavía no lo había descubierto. Porque si Hanikken lo había hecho, ¿por qué él no? Si alguien debía dejar algo que resistiera el olvido, bien podría ser Aldo.

Imaginó entonces su cuaderno, no como un soporte para notas triviales, sino como un arca destinada a cargar con lo mejor de su voz. Al fin y al cabo, siempre había sabido que era muy bueno para escribir. Aunque solo él lo supiera. O lo notara. Bien por envidia, o porque los demás no tenían suficiente cerebro, ni cultura, ni la mínima sensibilidad para reconocer su don.

Así, decidió que compraría su gran cuaderno un martes, como si el día tuviera alguna autoridad sobre los comienzos. No quiso que fuera lunes, demasiado solemne; ni miércoles, demasiado indiferente. Martes le pareció justo: un día sin pretensiones.

En la librería se demoró lo suficiente como para incomodar al dependiente. Acarició el gramaje, olió el papel. Aldo se sentía juez de un concurso invisible: ese cuaderno no sería un cuaderno cualquiera, sino la piedra fundacional de todo lo que aún no se había escrito. Antes de contar sus monedas y ofrendarlas, imaginó frases que harían estremecer al mundo.

Ya en casa, colocó el cuaderno en el escritorio con la reverencia de quien instala un altar. La primera página en blanco lo miraba con la misma insistencia que un perro hambriento. Pero escribir la primera palabra era un riesgo desmesurado: podía ser demasiado débil, demasiado torpe, demasiado poco. Una primera palabra determina lo que viene, pensaba Aldo, como un saludo de mano mal dado que condena toda una relación.

“Quizá mejor un borrador en la computadora”, se decía a veces, mirando de reojo la máquina. Pero la computadora tenía sus propias manías: arrancaba con un golpe seco en el teclado, tardaba en despertar y, cada tanto, lanzaba un zumbido metálico, como un insecto atrapado en el ventilador. No inspiraba nada; más bien, irritaba con su torpeza mecánica, su vulgaridad ruidosa. Nada digno para inaugurar una gran obra.

El cuaderno, en cambio, esperaba en silencio. Había en su quietud algo solemne, como la paciencia de una estatua que no distingue si la miran o la ignoran.

Así lo dejó, bajo la lámpara, como si la luz misma lo madurara en silencio. Cada mañana, antes de salir, lo hojeaba sin escribir nada; cada noche lo cerraba con cuidado, convencido de que lo grandioso necesita tiempo. Y el tiempo pasó, naturalmente.

Hasta aquella noche. Había bebido más de la cuenta —el vino barato que se compra a la vuelta de la esquina, ese que promete inspiración y solo concede acidez—. Aldo volvió a casa con una convicción extraña: hoy sí, hoy por fin. Encendió la lámpara, acomodó el cuaderno en el centro del escritorio y colocó su copa a un lado, como si fuese parte de la ceremonia. Destapó su lapicero, se inclinó… y entonces la idea, que minutos antes le había parecido luminosa, se volvió de golpe una tontería insulsa. No era que se hubiera fugado: estaba ahí, pero sin brillo, como una moneda gastada. Ni siquiera el alcohol lograba convencerlo de su importancia. Sorbió un trago, apoyó la copa otra vez sobre el escritorio y se quedó mirando la hoja, inmóvil, hasta que el cansancio lo venció.

Al día siguiente, la luz de la mañana le reveló la traición: la copa no estaba a un lado, sino sobre la página inaugural. El fondo húmedo había dejado un círculo perfecto, una aureola de vino seco que lo miraba con burla. No recordaba haberla puesto allí, pero la evidencia era irrefutable. El cuaderno ya no era altar ni promesa; era mantel usado, una más de sus torpezas.

Se quedó mirando, con una incomodidad viscosa que le trepaba por el pecho. Tanto tiempo esperando para esto, pensó. Custodiando el cuaderno como si fuera un relicario, acariciando el papel, imaginando frases inmortales… ¿y al final? Un charco barato de vino. Ni siquiera había escrito una palabra. Qué idiotez. Qué solemne estupidez.

Sintió un calor extraño en la cara, una mezcla agria de vergüenza y furia. La copa vacía seguía allí, inmóvil, burlona. La agarró con rabia y, sin pensarlo demasiado, la lanzó lejos, solo para sacarla de su vista. Un segundo después, el estallido del vidrio lo obligó a girar la cabeza: alcanzó a ver el chispazo azul y a escuchar el zumbido metálico, largo y triste, con que su computadora se despidió finalmente.

No supo en ese instante si aquello era el entierro definitivo. No tenía más idea de electrónica que la de un hombre que cambia enchufes cuando se va la luz. Le bastó, sin embargo, la evidencia suficiente para admitir lo inevitable: aquello había que explicarlo. Aldo se dejó caer en la silla, con el cuaderno frente a él, y permaneció un tiempo mirando la mancha que lo humillaba.

El cuarto quedó en silencio. Un silencio espeso, con olor a vino rancio y plástico quemado.

Respiró hondo, afiló la mirada, acomodó la mano sobre el papel. La primera frase de su gran libro estaba por nacer.

Y entonces escribió, con la tinta más pesada del mundo:

Llamar al técnico.

Mariano Cabanillas

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