En la abadía de Saint-Gilles, perdida en los fríos paisajes de Borgoña, fray Jean-Claude dedicaba su vida a copiar antiguos evangelios. La Europa medieval, plagada de guerras y pestes, apenas tocaba la calma de aquellos muros de piedra, donde los monjes custodiaban la fe.
Un invierno, llegó a la abadía un códice sagrado, enviado desde la biblioteca papal de Aviñón. Era un manuscrito del primer concilio de Nicea, un testimonio inquebrantable de los orígenes del cristianismo. Los monjes sabían que su posesión traería peligro; los rumores de saqueos y mercenarios ingleses se cernían sobre la región.
Una noche, mientras Jean-Claude estudiaba el códice, observó el Crismón, el monograma de Cristo, resplandecer bajo la luz de su vela. Sintió entonces una paz extraña, como si una fuerza invisible lo envolviera. Supo que aquel símbolo, la victoria de Cristo sobre la muerte, era también su señal para resistir.
Poco después, un ataque violento irrumpió en la abadía. Mercenarios ingleses, contratados por nobles renegados, intentaron apoderarse del códice. Sin más armas que su fe, Jean-Claude huyó con el manuscrito en la oscuridad de la noche, cruzando montañas y desiertos, llevando consigo el legado de la Iglesia.
El códice, como la fe misma, sobrevivió a los siglos, y Jean-Claude, en su sacrificio, entendió que no era el poder terrenal lo que sostenía al mundo, sino la verdad oculta en las palabras sagradas. En medio del caos, la fe perduraba.
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