Así funciona la historia: una eterna disputa entre el revolucionario, que busca transformar el mundo, y el reaccionario, que se aferra al pasado.
Lo curioso es que estos papeles no son estáticos. El revolucionario de hoy puede convertirse en el reaccionario de mañana. Porque cuando el cambio logra asentarse, deja de ser revolución y se convierte en norma, en costumbre, en algo que merece ser defendido para quienes alguna vez lo soñaron. Y entonces aparece una nueva voz, una nueva fuerza, que desafía ese viejo cambio, porque ya no le alcanza.
Pero esta tensión no es un problema; es una necesidad. Si todo cambiara sin resistencia, las transformaciones perderían profundidad. Y si todo se mantuviera sin cuestionamientos, la vida se estancaría. Es en la lucha entre lo nuevo y lo viejo, entre el movimiento y la pausa, donde la humanidad encuentra su rumbo.
El reaccionario tiene miedo al cambio porque lo desconoce. Prefiere lo conocido, lo seguro, lo predecible. El revolucionario, en cambio, abraza lo incierto, porque no puede aceptar un mundo que considera injusto. Y aunque parecen enemigos, en realidad se necesitan. La reacción moldea la revolución, le da un propósito más claro. La revolución desafía a la reacción, obligándola a adaptarse.
Al final, la vida no se detiene. Ni el reaccionario puede frenar el cambio, ni el revolucionario puede escapar al ciclo. Todo avanza porque tiene que, y en ese avance vamos todos, arrastrados o empujando. Porque, en el fondo, el cambio es lo único que siempre permanece.
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