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    El cazador.

    John

    Abr 10, 2025

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    El cazador.
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    Érase una vez una joven madre que vivía en una ajada cabaña alejada de la ruidosa ciudad. Esta estaba acompañada de aquel a quién llamaba marido -aunque fuese un burdo animal- y de su amado hijo. Cada vez que volvía de beber -que era cada día-, el hombre, un borracho apático, marcaba su llegada en la fina tez de la mujer con sus toscas manos. El pequeño, cansado de aquel grotesco escenario y preocupado por la única persona a la que amaba en aquella cárcel de madera, le pedía a su madre que por favor escapasen juntos de allí; sin embargo, su madre temía la fría soledad, obligándose a perdurar hasta que la última de sus lágrimas humedeciese el lecho, marchitándose así junto al pasar del tiempo. 

    Un lunes -aunque todos los días fueran iguales para aquel hombre- volvió más iracundo que de costumbre. En ese momento el niño visualizó aquella historia que su madre siempre le contaba en momentos como ese: “Caperucita y el Lobo”. Comenzó a gritar a su esposa, pues la paranoia que lo consumía le hacía odiar a la pobre mujer y al pequeño, sintiendo la imperiosa necesidad de acallar aquellas voces con violencia -pues así había sido enseñado-. Sus manos comenzaron a moverse en el aire con violencia, atemorizando a ambos. Desde los ojos del niño, unos gruñidos voraces y unas zarpas afiladas eran las que su padre portaba. Cuando el niño comenzó a llorar, el padre sin siquiera pensarlo, se abalanzó contra su hijo para arrebatarle aquellas lágrimas que cruzaban su rostro.

    La madre -o Caperucita, vista desde los ojos del pequeño- protegió con el cuerpo a su retoño. El Lobo, fuera de sí, golpeó a la mujer hasta el hartazgo, dejando un inmóvil y quebrado cuerpo bajo él. La ira se transformó en locura y, con un movimiento veloz, volvió a perseguir a su hijo, ahora sin nadie que lo defendiese. Acorraló al pequeño cerca del cuerpo de su madre, y el Lobo comenzó a mover la cola malévolamente. Forcejeó durante unos segundos, pues la diferencia de fuerzas era abismal. Rasgó la ropa del joven, desnudando así su cuerpo -y su corazón- y miró, hambriento, la piel de su amado hijo. Clavó sus colmillos sobre su cuello, saboreando aquello que más anhelaba y que sentía que ahora podría poseer. Durante varios minutos, si se mirase desde la ventana, solo se vería un cuerpo moviéndose salvajemente. Un silencio total reinó en la casa cuando hubiese pasado aquel tiempo. El Lobo, volviendo a vestir su piel, se acercó a la aún inmóvil mujer. Posó sus garras con ligereza en el frágil rostro de su esposa. No hubo respuesta, pues la vida había abandonado sus ojos hacía poco. El Lobo asimiló la escena y, bruscamente, comenzó a aullar desconsolado. Se había dejado llevar por sus instintos, unos repugnantes y sanguinolentos.  El niño, que la miraba tumbado desde el suelo, no podía ya llorar. Todo aquello había sido tan rápido, tan repentino, y ya no le quedaba nada, simplemente pelear o huir.

    Cuando el último quejido del Lobo, que se encontraba en el suelo meciéndose y blasfemando, sonó con amargura, el niño, que se había acurrucado en el frío suelo junto al cuerpo de su difunta madre, se levantó, abrió la puerta, y mirando de reojo como la bestia vociferaba de dolor, huyó sin descanso hasta otra ciudad. Los años pasaron amargamente. Las cadenas que habían estado conteniendo a aquel animal finalmente se quebraron, pues los años que les correspondía en una cárcel inmunda llegaron a su fin, dejando en libertad a la ahora débil criatura. Pasaba los días bebiendo -nada nuevo- con el añadido de que ahora lo hacía por la penuria de la soledad, de la que culpaba a un hipotético Diablo

    Un día que volvía a casa ebrio y tambaleante, entró a ella lloriqueando y maldiciendo. Cuando fue a sentarse en una butaca roñosa, un golpe impactó contra su rostro. Seguido de este, varias patadas harían a la bestia caer contra el suelo. De su boca cayeron algunos hilos de sangre. Cuando tuvo oportunidad, miró al frente. Ante él, una figura encapuchada le clavaba la mirada, inmóvil. Su rostro no se distinguía en la oscuridad de aquel lugar. El Lobo, que no portaba sus habituales fauces, mostró su lado más humano esparciendo por la habitación un mar de lágrimas.

    –¿Quién eres? –preguntó este, acobardado.

    El encapuchado se agachó para estar a la altura de sus ojos. Con suavidad se quitó la capucha, dejando así ver un rostro familiar. El hombre, atónito, levantó su mano e intentó acariciar la cicatriz que este dejó en aquel cuello. El joven, que había dejado de ser un niño años atrás, golpeó con violencia el rostro de quién fuese su padre. Se levantó y cogió una vieja hacha que había conseguido para la ocasión. El hombre al darse cuenta de lo que estaba sucediendo suplicó por su vida. 

    –“Y Caperucita, tras perecer bajo las garras del brutal lobo, fue sepultada en una jaula de oro. Este fue encerrado durante muchos años tras lo sucedido. Sin embargo, hubo alguien que no estuvo conforme con la sentencia.” –citó con una voz profunda. –Es injusto que la historia termine así, ¿No crees?

    –P- perdóname, hijo mío, yo…

    El joven pateó al hombre, cuyo pelaje cayó haría ya años y mostraba la figura de un suplicante cordero. Sin embargo, un lobo jamás podría deshacerse de sus garras, a pesar de que sus fauces se encuentren ahora desafiladas. 

    –No soy tu hijo. –sentenció.

    –S- sí que lo eres, lo eres… 

    –Ya no soy aquel, nunca más. Le he dado vueltas a mis pensamientos tantas veces que ni siquiera escucho mi voz. Antes de que todo sucediese, quería llegar a ser alguien por quién madre se sintiese orgulloso, pues ella era mi todo. Pero tú me la arrebataste, tú. Lo estuve meditando con cierta frialdad y después de mucho tiempo comprendí quién iba a ser.

    Su padre, que lo miraba suplicante, preguntó.

    –¿Y quién eres? 

    El joven, que había ignorado la existencia de su arma desde que la tomó, la alzó en el aire. El padre, atónito, enmudeció al momento. En el reflejo del filo se veía el rostro horrorizado de quién una vez fue el Lobo y que ahora gemía débilmente como un cordero. El silencio congeló el ambiente. 

    -El cazador. - Contestó finalmente. 

    Tras eso se escuchó el rasgar del aire y, por último, un golpe seco. 


    John

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