A veces sucede en la vida de una persona que vive un evento o presencia una imagen que le revela una verdad que ya no puede ignorar, a la que se ve de una u otra manera atado, condenado para siempre, y ese suceso que solo dura un instante, una fracción mínima de su vida, la define completamente. En sus paseos con su criado cómplice, Siddharta Gautama ve a un hombre cruzado de piernas meditando en la calle, buscando la paz y la liberación, y sabe que esa búsqueda prefigura su destino de Buda. En la margen del Rubicón, Julio Cesar mira hacia la dirección de la ciudad que había intentado gobernar democráticamente y luego mira el caudal del río y comprende que solo es un hombre a la deriva de la suerte, y decide marchar en guerra contra su patria, Roma. En la vida de Guillermo Wilson, ese evento sucedió a muy temprana edad.
Cuando solo tenía diez años, Guillermo se vió en un dilema moral. Un examen importante se acercaba y él, desviado de su deber por la clásica necesidad de procrastinación juvenil, no había estudiado. Un repaso intensivo del temario del examen la noche anterior le hizo comprender que no lograría nada con tan poco tiempo. Viéndose contra las cuerdas, el tímido Guillermo tomó la decisión menos decente. Durante el examen guardó bajo su pupitre el libro de texto que debía estudiar y en cada pregunta que no sabía lo ojeaba para obtener la respuesta. Finalmente Guillermo obtuvo el diez que no merecía, y ese hecho patético, esa pequeña victoria, hizo surgir en él un placer perverso que lo guiaría y lo atormentaría toda su vida. De nada hubiera servido decirle que la maestra, sumida en la indiferencia que largos años de trabajo le habían dado, había notado su pequeña trampa y la había ignorado deliberadamente; el hecho de salirse con la suya fue como veneno en la consciencia del niño.
Guillermo había desarrollado cierta inmunidad a la culpa en tanto que el hecho que la causara no fuera descubierto. A partir de entonces comenzó a experimentar qué tan lejos podía llegar saliéndose con la suya. Comenzó a robar caramelos y pequeñas golosinas del kiosco de al lado de su casa, se escapaba de la escuela cuando sentía que nadie podía notar su ausencia, robaba útiles de sus compañeros y los ponía en las mochilas de otros para que los culparan a ellos por su desaparición. Esos juegos perversos aumentaban cada vez más su intensidad y su fin no era ningún beneficio que estos produjeran, sino simplemente la sensación que se apoderaba de él cuando nadie lo descubría.
Un día se encontraba bajando las escaleras de la escuela detrás de un niño que no lo había visto. La rapidez de sus pasos ocultaba los suyos, y nadie podía verse arriba o debajo de donde estaba. Entonces un oscuro impulso se adueñó de él. Lenta y sigilosamente iba acortando la distancia con el niño, preso de un impulso sádico que no podía controlar. Sus manos estaban a unos pocos centímetros de la espalda cuando unas voces en un piso superior lo trajeron de vuelta a la realidad, y Guillermo alejó ese impulso de su mente. A partir de ese día, como si ese suceso hubiera sido una llamada de atención, Guillermo le puso un alto a esa clase de juegos.
Pasó una secundaria tranquila, sin mucha interacción con sus compañeros, en el silencio de sus estudios y de su rutina. A pesar de que había abandonado esos juegos de inmoralidad, jamás pudo integrarse con las personas a su alrededor. Mantenía una distancia que casi denotaba un fastidio por sus congéneres, y ellos la correspondían. En la soledad de su pupitre, con frecuencia sentía una insatisfacción persiguiendolo, como si una insistente pulga le picara constantemente una parte de la cabeza. Guillermo se resistió con firmeza a esa pulga, pero esa cruel sensación no lo abandonaba.
A pesar de su soledad, Guillermo tenía un amigo ocasional. Edmundo era un joven sociable y bondadoso que con frecuencia se sentaba a su lado y le hacía conversación, a pesar del desinterés del otro. Al principio este le hablaba porque constantemente lo veía relegado del resto de la clase y su buen corazón no le permitía dejarlo a su suerte, pero con el paso del tiempo se fue encariñando con su taciturnidad, y ambos terminaron considerándose mutuamente buenos amigos.
A Guillermo siempre le iba mal en los estudios durante la secundaría, como si toda su energía hubiera estado concentrada en reprimir la sensación de esa pulga insistente y no pudiera concentrarse en ninguna otra cosa. Al terminarla a duras penas y entrar a la universidad, la situación incluso se agravó. Guillermo no podía enfocarse en ninguna de las materias que cursaba y cambiaba una y otra vez de carrera, como si buscara algo sin saber lo que era. Edmundo, a diferencia de su amigo, al salir de la secundaria había conseguido un trabajo en un banco prestigioso y, con el paso de los años, había logrado ir ascendiendo ahí adentro. Teniendo un corazón bueno e inclinado a ayudar a las personas que le importaban, en el momento que le fue posible por su cargo, le ofreció un trabajo a su amigo. De esa manera Guillermo comenzó a trabajar bajo la supervisión de Edmundo y pareció que toda la indecisión que lo había gobernado durante esos años se había ido.
Con una determinación que no parecía propia de él, le puso tanto empeño a su nuevo trabajo que no le costó mucho tiempo empezar a ascender. Su diligencia ocultaba su introversión y, aunque no era muy popular entre sus compañeros, terminó volviendose indispensable. Edmundo observaba con orgullo mientras su amigo iba subiendo en la empresa. Pero a los humanos no les fue concedido conocer los engranajes que mueven las acciones de los otros. Pueden sospechar, pueden preguntar y obtener una respuesta, pero al final del día el corazón de alguien más es una caja negra alejada de nuestra certidumbre. Si Edmundo hubiera podido abrir esa caja negra que era el corazón de su amigo, hubiera notado que su determinación, acaso su apuro, se debían a una pulga que lo molestaba desde la infancia.
Los años pasaron con la tranquilidad que precede a la tormenta. Ambos amigos ya estaban instalados en puestos de responsabilidad en el banco y confiaban entre sí para cualquier problema que tuvieran. Pero un día mientras Edmundo revisaba números notó una disparidad, una incongruencia. Los números en cierta cuenta en ese momento diferían muy levemente de los de días anteriores, a pesar de que no había razón alguna para el cambio. La diferencia era muy ínfima como para que llamara la atención de nadie, podía ser una falla del sistema o incluso un error de imprenta, pero Edmundo decidió seguir investigando. Un presentimiento sonaba como un trueno en su cabeza, anunciando la tormenta que se acercaba. Revisó otras cuentas, y vió la misma ínfima diferencia, que en conjunto, sumandolas a todas, daban un monto considerable. Esas cuentas estaban a cargo de Guillermo. Con incredulidad las revisó varias veces e investigó durante días. La sospecha lo mantuvo en vela varias noches hasta que, finalmente, no pudo pelear más contra ella.
Edmundo visitó a su amigo en su oficina luego de eso. Su rostro manifestaba la seriedad de quien contiene una emoción muy fuerte. Guillermo fingió no notar esto y le preguntó con una confianza fraternal que era lo que necesitaba. Edmundo puso sobre su escritorio una serie de papeles en donde se veían las disparidades de las cuentas que había investigado y una serie de informes en los que se concluía que el responsable de esas fugas había sido Guillermo. Este último no tuvo tiempo de negar nada, Edmundo instantáneamente desató un ejército de reproches contra él. Lo acusó de hurto, de fraude y, lo más importante, de traición. Le recriminó haber usado su confianza como una escalera hacia el crimen y de recompensar todo lo bueno que había hecho por él con un puñal por la espalda. Estuvo varios minutos vociferando contra él en la voz más baja que podía manejar para que los demás afuera de la oficina no pudieran oírlo, hasta que en un momento, como si hubiera gastado toda su munición, se quedó callado y se puso a caminar de un lado al otro de la oficina. Guillermo seguía observando en silencio, especulando que era lo que había sucedido en su interior para esa súbita calma. A continuación, Edmundo se llevó una mano a la frente y se disculpó con su amigo por haberse puesto de esa manera. Le dijo, como si estuviera convenciéndose a sí mismo, que probablemente había tenido razones para hacer lo que hizo, y que no estaba bien recriminarle todo eso sin conocer la causas de por qué lo hizo. El corazón de una buena persona tiende a ser conciliador con las faltas de los demás, y Edmundo estaba siendo víctima de esa buena voluntad. No indagó en la necesidad que lo llevó a obrar de esa manera, pero le reprochó no haber buscado su ayuda si tenía problemas. Luego le dijo que no iba a decir nada sobre ese suceso, pero bajo la promesa de que detendría esa clase de actividades. Lo miró intensamente a los ojos como si tratara de coaccionarlo a abandonar sus actos delictivos con la profundidad de su mirada, y esperó su respuesta. Guillermo se levantó de su asiento, respondió a la mirada con firmeza y juró que jamás volvería a hacer algo como eso, como si hubiera surgido de repente en él una solemnidad que no había demostrado durante su crimen. Edmundo decidió creerle a esa solemnidad improvisada. Le dió la mano a su viejo amigo y disipó la nube de furia y preocupación que tapaba su mente. No era una persona propensa al conflicto, y sin darse cuenta hacía todo lo posible para evitarlo; incluso confiar en alguien que ya lo había traicionado.
Luego de conversar sobre algunas trivialidades, como para normalizar el vínculo que se había tensado, Edmundo volvió a su rutina de siempre. Salió contento de la oficina, como si hubiera resuelto un problema que lo mantenía preocupado. Pero Guillermo no estaba contento. Había experimentado algo que nunca en su vida había experimentado: había sido descubierto. En sus años de fechorías nunca lo habían atrapado, y esa era la fuente de ese misterioso placer que sentía al cometerlas. Durante años había luchado con el impulso que lo empujaba a hacer esa clase de actos, pero cuando Edmundo le ofreció el trabajo y vió en esta oferta la posibilidad del crimen secreto que terminó cometiendo, se dejó llevar como el alcohólico que prueba un sorbo de alcohol y no puede detenerse. Se había manejado en ese asunto con sutileza y tacto, y hasta llegaba a enorgullecerse de lo que había logrado. Y por eso el hecho de que lo descubrieran lo hería como una ofensa, como un insulto. El miedo inicial a las consecuencias de sus actos había desaparecido, anegado por la ingenuidad de su amigo. Ahora lo que Guillermo sentía era furia.
Sin embargo, no volvió a cometer este fraude. Durante las semanas siguientes la situación volvió a ser la de siempre. Edmundo vigiló de reojo a su colega por un tiempo, atento a cualquier movimiento sospechoso que este hiciera, pero su naturaleza propensa a evitar desconfiar de los demás hizo que al poco tiempo volviera a tratarlo con la familiaridad usual. Y Guillermo alimentó esa credulidad.
Un fin de semana decidieron salir de la ciudad. Edmundo tenía una cabaña en las afueras que con frecuencia usaba para alejarse del ajetreo de la ciudad y desconectarse del trabajo. Esa semana Guillermo le había insinuado que la carga en sus asignaciones recientes era tanta que necesitaba desconectarse de la misma manera, y Edmundo le ofreció llevarlo con él. Guillermo se aseguró de que nadie se enterara de que lo acompañaría.
La cabaña estaba a pocos metros de una zona boscosa por la que también pasaba un hermoso arroyo que en ciertas épocas de viento se podía volver tempestuoso, y justo esa era la época en la que estaban. Aún así, les quedaba la tranquilidad del bosque y la comodidad de la cabaña para disfrutar en ese viaje.
Llegaron en el auto de Edmundo alrededor del mediodía. Dejaron su equipaje, que era ligero, dentro de la cabaña y se dispusieron a recorrer un poco el lugar. El viento les revolvía las ropas pero no llegaba al punto de ser molesto. Edmundo comenzó a andar por un camino que se adentraba en el bosque mientras observaba todo a su alrededor. En ese lugar se sentía como en su casa, o tal vez incluso más tranquilo. Tal vez la vida de la ciudad no era la indicada para un corazón gentil como el suyo, con toda su competencia y todo su ajetreo, pero la fuerza de la costumbre había hecho que ni siquiera se planteara irse a otro lugar. Lo único que sabía era que se sentía extremadamente relajado ahí. Aspiró aire puro como si estos limpiaran sus problemas mundanos desde el interior de su cuerpo. En un momento, la calma que lo invadió era tanta que se olvidó que no estaba solo. Miró a su alrededor levemente alarmado buscando a su amigo pero no lo encontró. Entonces giró sobre sí mismo y finalmente lo vió, pero su imagen no lo tranquilizó, sino que lo confundió. Guillermo estaba frente a él con su mano derecha extendida en su dirección, y una mirada impasible. En su mano había una pistola apuntandole.
Con incredulidad Edmundo le preguntó que era lo que estaba haciendo, pero no recibió respuesta. Repitió la pregunta con más volumen y más enojo, pero aún así Guillermo no respondía. No era como esos dramas en los que el villano le da un monólogo al héroe antes de atentar contra su vida. Guillermo no tenía nada para decirle a Edmundo; lo único que necesitaba de él era su extinción, eliminar al único cabo suelto que su fechoría anterior había dejado. Guillermo apretó el gatillo… pero la bala no salió. El otro hombre reaccionó por instinto más que por conciencia de su situación, y aprovechó ese lapso para escapar corriendo. Pudo haber luchado por el arma, pero no lo hizo. Tal vez la idea de tener un enfrentamiento físico con su amigo le repelía, tal vez la visión del arma en sí le generaba cierto temor, pero fuera cual fuera la razón, Edmundo se alejó en la dirección contraria a la cual estaba su adversario. Guillermo estuvo un segundo pasmado por el fracaso de su intento de homicidio. Revisó el revólver y vió que la bala simplemente se había trabado en el cañón. Entonces, como si la absurdidad del hecho lo hubiera hecho abstraerse, se forzó a volver a la realidad, y comenzó a perseguir a su objetivo, que se alejaba a toda velocidad.
El perseguido corría rápidamente, y le hubiera perdido el rastro a su perseguidor si las hojas otoñales en el suelo no hubieran delatado cada uno de sus pasos. Guillermo lo seguía con el arma en alto, pero no disparaba. El silencio era una extraña condición que se auto imponía a su crimen. Si había un ruido que rompiera la calma del lugar y la monotonía de sus vidas, tenía que ser solo uno. No quería convertir el disparo en una serie, sino en un hecho puntual, como la excepción a una regla, como si el hecho de que solo fuera uno lo hiciera más fácil de olvidar.
La persecución, que duró unos minutos pero que en la mente del perseguidor y el perseguido se sentía tan eterna como la del perro Lélape y la zorra, finalmente fue interrumpida por el río tormentoso que cortó el camino de Edmundo. Este vió que no tenía otra dirección en la cual huir lejos del alcance de la pistola y miró con terror hacia atrás, a la figura que lo seguía. Ya no podía verlo como su amigo, ni siquiera como un ser humano: para él era un terror que había aparecido en el bosque sin voz ni otra voluntad que exterminarlo. Ya no intentaba razonar con él. Guillermo, por su parte, se había detenido a varios metros delante suyo. El arma que sostenía temblaba levemente, aunque a esa distancia Edmundo no haya podido notarlo. Era algo que inevitablemente tenía que hacer para reparar el orgullo herido. El crimen descubierto tenía que ser purificado con otro crimen sin descubrir. Se obligó a apuntar con firmeza a la cabeza del que era su amigo y apretó el gatillo. El trueno artificial sonó en la naturaleza y Edmundo cayó hacía atrás, al río, y la torrentosa corriente se llevó lo que quedaba de él. Guillermo se relajó. Su fechoría estaba cometida, y nadie lo había visto. Incluso si el cuerpo era encontrado no podrían conectarlo a él. La culpa estaba enterrada en el anonimato, y él podía disfrutar de los frutos de su maldad con tranquilidad…
Volvió a su hogar mediante el transporte público, como si hubiera sido un día normal. Llegó a su casa en la ciudad y pasó a la sala de estar, blanca como si hubiera sido pintada para una propaganda. Los muebles eran como los que encontrarías en cualquier otra casa, como si alguien hiciera un catalogo de qué muebles tendría que tener la casa de una persona promedio: Un sofá gris, una mesa de vidrio con cuatro sillas sin uso aparente y una pequeña biblioteca en la que solo había libros clásicos como Moby Dick, El Conde de Montecristo y La Divina Comedia. Pasó al cuarto como si fuera un día cualquiera después del trabajo, se cambió, y se fue a acostar.
Los días siguientes a ese se mimetizó con la preocupación que había en su entorno con respecto a la desaparición de Edmundo. En su trabajo supo mostrar más preocupación que cualquiera ante la ausencia de su amigo y se la pasó teorizando con los demás sobre la posible causa. Incluso cuando la policía apareció en su casa para hacer averiguaciones se mostró impasible en su actuación, y los agentes no tuvieron ni la más mínima sospecha de que ese amigo tan cercano al desaparecido podía tener algo que ver con su ausencia. Despidió a los policías con amabilidad y se fue a acostar con la conciencia tranquila; nadie lo había descubierto, nadie sospechaba, y si nadie sospechaba para él era sinónimo de la más pura de las inocencias.
Pero… ¿y si el tiro que él había considerado certero en realidad había sido un tiro errado? ¿Y si el temblor que dominó su mano por unos segundos le había hecho accidentalmente dispararle al aire en lugar de a la cabeza? ¿Y si Edmundo había caído al río vivo... y no muerto?
En una pequeña choza cerca de la orilla del torrentoso río, un hombre cocina un estofado con verduras en una caldera antigua, como si hubiera salido de la edad media. Iluminado nada más que por la luz del fuego, sirvió un poco en un plato y lo dejó al lado de otro hombre que estaba durmiendo detrás suyo. Tal vez atraido por el olor de la comida, el hombre se despertó. Había estado casi un día completo desmayado de esa manera, y le costó volver a la realidad, en especial porque se encontraba en un lugar en el que nunca había estado. Miró las paredes de madera que lo rodeaban, observó al anciano junto al fuego que lo miraba y luego se palpó la frente. Una leve herida cicatrizada le recorría la parte de arriba de la ceja izquierda. Entonces recordó.
Su memoria evocó el tranquilo bosque y el turbulento viento. Recordó a su amigo apuntandole sin vacilación con un arma. Recordó la persecución y la llegada al río. Recordó la bala que le rozó la cabeza y el desmayo que causó su caída al río. Y hasta ahí llegaba su memoria. Cuando todas esas imágenes pasaron por su cabeza, Edmundo sintió una intensa ira surgiendo en su interior. Ese amigo al que había acompañado toda la vida, al que había ayudado dandole un trabajo, al que había perdonado por el hurto que cometió; ese amigo que tanto le debía, decidió de repente recompensar toda su bondad con un disparo. Su buen corazón se llenó de una rabia calcinante. Pensó que la razón por la que Guillermo había obrado así fue por la situación de la estafa que había descubierto. Se dijo que cuando volviera a la ciudad expondría no solo el intento de asesinato sino también estos robos y Guillermo pagaría por todos sus crimenes en la carcel. Pero por alguna razón ese pensamiento no le satisfacía. La bilis que se formaba en su interior necesitaba otra cosa para quedar satisfecha.
Hoy salí a pescar como cualquier otro día, - el hombre frente al fuego comenzó a hablar y Edmundo se giró para escucharlo - y no pude ni siquiera tirar el anzuelo porque la corriente del río estaba lo suficientemente fuerte como para arrebatarme la caña. Pero qué grande fue mi sorpresa cuando al mirar al costado ví que las rocas cerca mío habían pescado un hombre. Se ve que fuiste arrastrado por la corriente hasta que esas rocas te detuvieron. Me las ingenié para rescatarte y traerte a la cabaña.
¿Y no me llevaste con ningún médico? - preguntó con desinterés Edmundo, sin siquiera agradecerle por salvarle la vida.
Lamentablemente vivo solo en esta zona y no hay ningún médico cercano al que podría haberte llevado. Te revisé un poco y me pareció que no tenías nada roto, sino una serie de raspaduras y cortes, pero nada serio. Imaginé que lo mejor que podía hacer era darte calor, vendarte donde necesitaras y darte una buena comida cuando despertaras.
¿Y por que estás en este lugar tan apartado? - preguntó, como si sus propias circunstancias no fueran igual de raras.
Soy un hombre que llevó una vida errada, y esta pequeña choza apartada es el final de ese camino.
¿Una vida errada?
Perseguí la plata en lugar de perseguir la felicidad. Perseguí la emoción del crimen en lugar de la calma de la monotonía. Me involucré con gente y con situaciones peligrosas y estas se vinieron en mi contra con el tiempo. Me vi rodeado de una red venenosa de pasiones y conocidos que le quitaron toda la alegría a mi vida hasta que un día, sabiendo que emocionalmente no podía escapar de esa red, decidí escapar físicamente. Me alejé de la ciudad y me vine a este rincón apartado. Construí mi casa, hice mi propio cultivo, me pesqué mis propios pescados. Decidí vivir noblemente y ayudar a quien lo necesitara si la oportunidad se presentaba. Desde ese día, estoy en paz. Mi nombre es Abraham, mucho gusto.
Edmundo escuchó con paciencia la historia del hombre, pero sus palabras no le causaban impresión alguna. No podía pensar en otra cosa que en la injuria cometida por su amigo. Esa furia necesitaba una compensación. Comprendió que quería vengarse.
Permaneció esa noche en la cabaña de Abraham, y aceptó su comida con retraimiento. Tenía el cuerpo adolorido por los golpes del arrastre del río, pero no fue por eso que no pudo dormir. No podía dejar de pensar en que Guillermo probablemente estaría durmiendo cómodo y tranquilo en su casa, mientras a él lo atormentaba la incomodidad de la cabaña y el frío de la cercanía al río. Pero en esa incomodidad, en esa humildad que lo rodeaba y lo apartaba de la ciudad veía una ventaja. Así como el conde de Montecristo había sido salvado por Abbe Farias y le habían sido otorgadas todas sus riquezas para llevar a cabo su venganza, Edmundo había recibido algo quizás igual de valioso de aquel campesino solitario: el anonimato. El hombre no había acudido a ningún hospital ni pedido ayuda a ninguna persona, y gracias a eso probablemente su enemigo seguía pensando que estaba muerto, y el resto del mundo, desaparecido. Se había dado cuenta que ese anonimato podía ser el puñal con el cual vengarse de Guillermo, y se puso a trazar un plan en su mente.
Cuando Abraham se despertó, el hombre al que había rescatado ya no estaba. Sin quejas ni extrañeza ante este suceso, el solitario hombre se puso a cosechar los vegetales de su jardín, como cualquier otro día.
Edmundo decidió volver a la ciudad de manera disimulada, y no fue a buscar su auto. Aunque su aspecto era desbaratado y mínimamente sospechoso, logró conseguir un conductor caritativo que accedió a llevarlo sin hacerle cuestionamientos. Una vez de vuelta, se movió con el más absoluto sigilo. Sin avisarle a nadie que estaba allí, entró en su casa y mantuvo las luces apagadas, para que nadie notara su presencia desde afuera. Durante un par de días se dedicó a vivir como un topo en su cueva, sin ninguna luz que lo delatara y sin salir por ninguna razón al exterior. Su objetivo necesitaba mantener ese anonimato, esa presunta ausencia. Él soñaba con dejar que Guillermo se deleitara en la sensación de triunfo para luego aparecer desde las tinieblas enfrente suyo y luego… y el luego no lo había pensado. Evitaba pensar en lo que pasaría cuando estuviera frente a su adversario. Se contentaba con imaginar el horror de su rostro cuando viera que el hombre que asesinó salió de la tumba acuática en la que lo había enterrado.
Luego de unos días que dedicó a dormir y a recuperarse, mientras ignoraba los insistentes llamados a su puerta de parte de sus conocidos para averiguar si estaba ahí, se dispuso a emprender su misión. Eligió la noche como el ambiente de la espectral escena en la que el asesino se encuentra con su asesinado. Poniéndose una gabardina y un gorro que ocultaran sus facciones, salió de su casa hacia la oscuridad de las calles y siguió el recorrido que lo llevaba a la casa de Guillermo, recorrido que había hecho muchas veces cuando en su pecho se albergaba la expectación del encuentro con un amigo en lugar de la brutal furia que lo manejaba ahora. Al llegar, examinó el hogar desde afuera. Se acercó a una ventana que no estaba completamente cubierta por la cortina de adentro y vió por esa pequeña franja el interior. La quieta negrura le indicó que Guillermo ya se había ido a acostar. Eso era lo que esperaba. Usando una llave que le había dado por si había alguna emergencia, Edmundo entró a la casa y fue recibido por el silencio de la noche. Recorrió la sala de estar con lentitud, como si le perteneciera, como si no hubiera ningún riesgo al estar ahí. Luego se dirigió a la habitación. Guillermo dormía solo en una cama doble plaza, su cuerpo estaba de costado y su brazo derecho cubría su cabeza, como quien se tapa para que no lo moleste la luz. A la derecha de la cama una mesita de luz sostenía una lámpara apagada y un reloj, y a la izquierda un espejo de cuerpo completo colgado de la pared reflejaba la oscuridad del cuarto. Edmundo se quedó en la puerta observando con indignación la quietud del hombre que había intentado asesinarlo. Entró en la habitación lentamente y sus pasos sonaban como los crujidos de la madera un día de calor. Se colocó a su derecha y se quedó observandolo, con nada mas que la muy leve luz que llegaba desde la sala de estar. Respiraba con intensidad, como si quisiera que su enemigo la oyera. Guillermo se retorcía levemente en su cama, y presionaba aún mas fuerte el brazo que tenía encima de su cara. Edmundo presintió que Guillermo presentía lo que sucedía, y que sentía miedo. Se regodeó en eso y, queriendo llevar la situación a otro nivel, se paró en el pie de madera de la cama y se puso a mirar fijamente al hombre que fingía dormir, como una especie de desafío. Quería que de una vez por todas se girara y lo viera a la cara y que el horror se dibujara en su rostro; que viera al hombre al que intentó asesinar y no pudo. No solo quería su sufrimiento, quería también su derrota. Guillermo se retorcía en su cama, como si tratara de escapar al desafío que le imponían, como si tratara de fingir que aquel hombre no estaba a los pies de su cama. Edmundo se deleitaba en esa imagen. Finalmente, el otro se decidió: alejó el brazo de su rostro y levantó el torso, como si quisiera enfrentar cara a cara al presentimiento que lo acechaba. Pero cuando levantó la cabeza no había nadie en su cuarto. Escuchó el ruido de un golpe a lo lejos que podía ser alguien cerrando la puerta de algún auto afuera. A Guillermo le pareció que lo que se cerraba era la puerta de su casa.
Afuera, Edmundo se alejaba apresuradamente de la casa. Había cambiado de opinión súbitamente. Se había dado cuenta que matarlo era una venganza demasiado culminante, demasiado liberadora, demasiado eutanásica. Le había gustado ver el miedo en el que estaba sumido mientras recorría su cuarto, como un niño temiendo a un monstruo que sospecha. Quería jugar con ese miedo, con esa expectación del asesinato. Iría noche a noche a su casa y no le concedería esa muerte que él espera. Ese era el cruel juego que ahora se proponía.
A partir de entonces, Edmundo dedicó los días a seguir de lejos a su adversario, como si fuera un acosador o un policía que lo investigaba. Lo seguía desde que salía de su casa a la mañana, durante el trabajo lo esperaba afuera del edificio y si luego de eso se iba a comer a algún otro lugar, él se sentaba a lo lejos y se confundía entre la muchedumbre. Cada día usaba ropa distinta para mezclarse mejor entre las personas. Sin embargo, Guillermo sospechaba claramente esta persecución secreta. Cuando andaba por la calle cada cierto tiempo giraba repentinamente, como si quisiera sorprender a alguien siguiéndolo. Cuando comía en un bar o en una cafetería miraba hacia todos lados, como si buscara una cara familiar. Eso era lo que Edmundo quería: que sospechara pero que no tuviera pruebas. Quería que la paranoia lo envenenara y lo torturara como el que tiene una pesadilla recurrente. Y entonces a la noche el verdadero juego empezaba.
Con el sigilo que ya había dominado entraba a su casa y se paseaba por ella con la impunidad del silencio. Entonces recorría el cuarto en el que Guillermo dormía o intentaba dormir y sus pisadas se confundían con el tick-tack del reloj de su mesa de luz. Alguna vez movía de lugar alguna cosa, o desordenaba ropa que estaba ordenada y al despertar Guillermo no lograba recordar si él había sido el que movió esas cosas. Entonces un sutil miedo lo invadía.
Había veces que durante la noche se levantaba para ir al baño o para tomar agua. En esos momentos Edmundo se escondía en la oscuridad más profunda de la casa y se volvía invisible, parte de las sombras del departamento. Guillermo no tenía el coraje para ponerse a buscar al invasor por su casa, y así este seguía oculto.
Hubo una vez que Guillermo cerró mal la ventana de la sala de estar y quedó levemente abierta. Ese día Edmundo decidió entrar por ahí y tirar algunos adornos de los muebles que estaban frente a ella, como si hubiera sido un fuerte viento el que los había tirado al suelo. Otro día en lugar de entrar a la casa, paseó por afuera y con una llave de cruz le dió un golpe a una de las ventanas, quebrando el vidrio pero sin romperlo completamente. Guillermo fue corriendo a ver lo que pasó pero como no vió a nadie en las cercanías llegó a la conclusión de que una piedra que alguien había pateado le había dado accidentalmente a su ventana. Aunque no encontró ninguna piedra en la cercanía…
Las ganas de estrangular a su enemigo no abandonaban a Edmundo, pero estaba conforme con tener el poder de decidir cuándo hacerlo. Ese momento llegaría cuando el otro menos se lo esperara, cuando ese golpe tuviera la mayor devastación posible. Había abandonado su vida para llevar a cabo esta tortura psicologica y su voluntad se vertía en ella con la pasión de un artista inspirado.
Una calurosa noche de luna llena había dejado la ventana abierta para que su cuarto se ventilara. La tenue luz de la luna se metía por el agujero entre las cortinas e iluminaba levemente el lugar. Edmundo ya había entrado por la puerta para llevar a cabo su perversa rutina. Estaba en la entrada al cuarto mirando a su objetivo dormir, preguntandose con la energía de un demonio que atormenta con susurros de qué manera sutil lo castigaría esa noche. Con lentitud se acercó por el lado derecho de la cama, frente al espejo que no llegaba a reflejar nada mas que oscuridad. De repente sopló una leve brisa y separó las cortinas de la pared. Ante ese trivial hecho, Edmundo sintió de repente que el mundo se detenía.
A veces sucede en la vida de una persona que vive un evento o presencia una imagen que le revela una verdad que ya no puede ignorar, a la que se ve de una u otra manera atado, condenado para siempre. Algo similar le sucedió a Edmundo esa noche.
A la luz de la luna, que se infiltraba por el costado de la delgada cortina ahora corrida por el viento, Edmundo pudo ver la claridad de la noche reflejada en el espejo. Era el espejo que Guillermo tenía en la pared a la izquierda de su cama, lo suficientemente alto para que se viera el reflejo de una persona completa. En este se veía el blanco oscurecido de las paredes del cuarto, el armario de madera apoyado contra la otra pared, y nada más. Edmundo estaba frente al cristal, pero su imagen no se reflejaba. Analizó la situación desde una perspectiva científica, ideó decenas de hipótesis de por qué no aparecía en ese espejo mientras se acercaba lentamente a él, pero cuando apoyó la mano en la superficie y no vió su gemela en el lado opuesto, entendió la verdad. Pensó en toda la situación desde su caída al río. Pensó en la perversidad de su plan y en su ligereza, en el hecho de que todo lo que hizo había sido imperceptible excepto para un individuo. Pensó en el fatal último disparo de Guillermo en el bosque, y comprendió que no podría haber errado a esa distancia. Incluso si lo hubiera hecho, la fuerza del río y la dureza de las rocas eran más que suficientes para quitarle la vida a cualquiera que hubiera caído ahí. Edmundo claramente había muerto ese día.
Entonces reflexionó sobre su existencia. Si no era Edmundo ¿Quien era? Entendió que ese plan perverso que había trazado en el que las fechorías que hacía pasaban desapercibidas por su sutileza no era propio del corazón bondadoso de Edmundo, sino de la mentalidad cobarde de Guillermo. Este había vivido toda una vida de maldades que creía redimidas por el hecho de que permanecieran ocultas, pero así no funcionaba el espíritu humano. En la oscuridad de la noche Guillermo comenzó a forjar su propio castigo, y el asesinato de su mejor amigo le había dado la forma que necesitaba ese fantasma.
El falso Edmundo miró sus manos y entendió que no estaba hecho de carne, sino de miedo y culpa. Que el silencio con el que se movía era el único sonido que le era permitido a una existencia como la suya. Era una sombra que solo existía en la ambigüedad de la noche. Los sonidos que usaba para ocultar su presencia en realidad eran su justificación, su causa. Sus pasos no se parecían al tick-tac del reloj, lo eran. Los objetos en el piso que parecían haber sido tirados por un viento fuerte, en verdad fueron tirados por un viento fuerte. Guillermo nunca pudo encontrarlo entre la muchedumbre porque no había nadie a quien encontrar.
La sombra vengadora observó al hombre retorciéndose en la cama y casi sintió lástima por él. El ansía de estrangularlo como cierre para su venganza nunca sería satisfecho. Su misión era el tormento, el terror. Había sido soñado para imponer un castigo que probablemente nunca terminaría. Comprendiendo su rol en el mundo, la sombra regresó a la oscuridad con el sigilo que le correspondía, mientras Guillermo se convencía de que unos pasos sonaban insistentemente en la madera del suelo. A su lado, el viento de la noche movía la ventana para adentro y para afuera, haciendo un ligero chirrido.
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