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    El casamiento de papá

    jua

    Jul 8, 2024

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    El casamiento de papá
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    Faltan 8 horas para llegar al casamiento de papá. En la primera estación de servicio en la que paramos, salgo rápido del auto y sin dirigirle la palabra a Guillermo, me voy al baño a tomar las pastillas mientras él carga nafta. Me miro en el espejo sucio e intento acomodarme la peluca de la mejor forma posible, está muy despeinada y desarreglada por cómo me dió el viento en la cara. Le pedí a mi hermano que cerrara las ventanas del auto, pero él insistió con que se sentía encerrado, que tenía calor y que se ahogaba, así que las dejé abiertas para no comenzar otra discusión.

    Me acerco al espejo y me miro de arriba a abajo, me examino, como si estuviera viendo a otra persona. Estoy cada día más flaca y sé que todos se van a dar cuenta cuando me vean. Espero que solo lo piensen y no me pregunten nada, no es de lo que quiero hablar. Sé que hace tiempo no me veo como ellos me recuerdan: Llena de esperanza, sonriente, con los ojos brillantes y mi pelo rubio que tanto me halagaban, ahora reemplazado por una peluca que, por más que intenta replicar el mismo color, no se compara.

    Cuando salgo del baño empiezo a caminar hacia el auto pero veo a través de la puerta de vidrio de kiosco a Guillermo caminando de acá para allá frente a las góndolas, hipnotizado, con una botella de agua mineral en la mano buscando qué más vamos a necesitar para el viaje que nos queda. Me dirijo hacia él rápido y siento como empiezo a irritarme. Entro preparada para decirle que deje de hacerme perder el tiempo como siempre, que no necesitamos nada más, pero él da más vueltas. Me mira de reojo y sigue, como si quisiera reírse en mi cara sin hacer ruido. Lo persigo sigilosamente, haciéndole señas para que me mire, pero me ignora. Mira el celular, mira los paquetes de papas fritas, la heladera llena de gaseosas que ninguno de los dos conoce, todo por no mirarme a mí.

    Cuando finalmente lo alcanzo, se da vuelta y le quito lo que tiene en la mano de un tirón. Quiero gritarle que vuelva al auto, que quiero irme, que vamos a llegar muy tarde por su culpa. Pero antes de poder abrir la boca Guillermo señala el paquete de comida que le saqué, sonriendo. ¿Qué es lo que le da tanta risa?

    -Mira lo que encontré. ¿Te acordas? Pensé que no las hacían más.

    Me doy cuenta que lo que estoy sosteniendo es un paquete de las galletitas que más nos gustaban cuando éramos chicos. Las galletitas con las tapas de chocolate amargo, el relleno de crema que siempre estaba tan frío cuando abríamos el paquete. Me vuelve a la cabeza la imagen de mi mamá llenando platos de ellas mientras nosotros mirábamos dibujitos dormitando, con el guardapolvo recién puesto. Recuerdo la disputa que había entre Guillermo y yo sobre la forma en la que había que comerlas: él las desarmaba, primero comía la parte del relleno y luego la tapa, mientras que yo prefería comerlas así como venían. “Si así son, es por algo” le decía como argumento a mi hermano, pero como en muchas otras cosas, estuvimos de acuerdo en estar en desacuerdo. Hacía mucho que no me tomaba un tiempo para pensar en mi infancia.

    -Yo también pensé que no se hacían más-le digo y le sonrío, algo avergonzada.

    Me ofrezco a pagar las galletitas y mi hermano hace la fila conmigo en vez de volver al auto a esperarme como creí que lo haría. Volvemos y Guillermo arranca el auto, y mientras maneja me animo a preguntarle sobre la nueva novia, en unas horas esposa, de papá. Creo que hasta ahora no había querido saber. Me cuenta sobre sus vestidos extravagantes, sus buenas intenciones mal ejecutadas, su hijo adolescente maleducado. Lo escucho, lo dejo bajar la ventana para que entre el aire. Y ahí, mientras mi hermano ríe y el viento vuelve a entrometerse, me miro en el espejo y me acomodo la peluca.

    jua

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