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    El Carroñero | Cuento de Terror

    Jan 17, 2025

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    El Carroñero | Cuento de Terror
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    “Vultur” – Milagros Gomez

     

    Dejé el cuello clerical en la barra, un poco rezagado, y con la pureza de un whisky irlandés reconsideraba mi carrera en el sacerdocio. Llovía, la madera del lugar rechinaba, y con la tenue luz vi cómo las cubetas en el bar se llenaban lentamente con el agua de la lluvia.

     

    Afuera, había un diluvio, o al menos la sensación cercana de que el cielo caía. Parecía arder cuando los rayos alumbraban con más fuerza que las luces de la calle, y yo no estaba solo: él estaba nuevamente detrás de la mesa de pool en el bar.

     

    Mirarlo me dolía. Movía mi vaso en círculos en una tarde-noche aburrida, pero él... él era emocionante de ver. Algo, irremediablemente, me atraía y hacía que mi corazón ardiera en dolor. Quizá era la ausencia de expresión en su rostro; no había brillo en esos ojos, negros y vacíos, llenos de resiliencia. Pero su piel, ¡cómo brillaba! Era apenas menos luminosa que la luz sobre la mesa de pool. Y sus facciones, robustas y talladas, descoordinadas en una extraña asimetría del lado izquierdo. Fumaba, y el humo vagaba solitario, como él. Lo encendía, y el fuego parecía más vívido que el rayo mismo. Quizá, después de verlo innumerables veces, acabé por romantizar cada pequeño gesto de ese hombre. Lo cierto es que había algo en él, una aura enigmática, un sujeto que no se dejaba ver ni comprender.

     

    La tormenta se intensificó, y un último estruendo se llevó consigo la luz del bar. El bartender mencionó que traería una vieja lámpara de queroseno. Solía recordarla; de joven venía a menudo, y la lámpara estaba situada justo frente a mi silla. Ahora, en su lugar, estaba el retrato de su padre, un buen hombre que murió de tuberculosis, la misma enfermedad que ahora acechaba a su hijo.

     

    Sumido en ese recuerdo por un tiempo considerable, mis ojos dispersos hacia la historia que memoraba volvieron al bar al escuchar los volátiles estruendos de la tormenta. Ciertamente, bajo una oscuridad petulante, al escuchar las agujas del tiempo, noté mi prolongada y solitaria estadía en la barra sin el bartender. Sin moverme del lugar, comenzaba a sentir los fervientes pasos de unos zapatos muy pesados, provenían detrás de la barra, así que supuse había encontrado la lampara. Corrió la silla a mi lado y se sentó.

     

    En la penumbra absoluta, solo escuchaba su respiración agitada. Me recordó a los viejos animales que cuidaba con mi padre en el campo. Entonces, una luz apareció; no era la lámpara del bartender, sino el fuego de un fósforo encendido por aquel hombre situado antes justo a las mesas de pool. A la débil luz, pude ver su traje, elegante y refinado. Sus zapatos reflejaban el resplandor, pero al elevar mi mirada, sus ojos no tenían color; eran negros y caídos, como los de un ciervo. Su piel, que antes brillaba, ahora colgaba, marchita, a la par de sus labios, que sostenían el cigarrillo. Guardó la caja de fósforos en el bolsillo y, tras una profunda bocanada, exhaló el humo hacia mi rostro. Comencé a toser, no solo por el humo, sino por el hedor a podredumbre. Era como si la muerte misma respirara sobre mí. Y entonces, escuché una risa baja, amarga, burlona, con el tono de un anciano. Pero no lo era. No era ese viejo enfermo; parecía más joven, aunque completamente frío.

     

    Sacó el cigarrillo de sus labios y se inclinó hacia mí, susurrando: —¿Ya no puedes fumar, cierto? El cáncer te está matando.

     

    Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Casi nadie conocía ese hecho, ni siquiera mi madre. Solo lo había confesado una vez, en privado, al obispo. Tomé lo que quedaba en mi vaso e intenté levantarme, pero el hombre colocó su pie sobre el mío, impidiéndome moverme. Prendió otro fósforo, iluminando su rostro con una luz amarillenta. Esta vez, lo vi con mayor claridad: tenía un lunar en el lado izquierdo del rostro, y las facciones que antes parecían asimétricas ahora eran sorprendentemente familiares. Su rostro me recordó al del bartender. Las mismas arrugas, el mismo lunar. Su piel pálida, enferma. A las cuencas de mis ojos les resultaba casi inhumano el sostener tal escalofriante hallazgo. Ni la más remota idea en mi mente me hablaba acerca de posibilidades, pues ese rostro fallecía ante toda lógica natural.

     

    Mientras continuaba burlándose de mí y de mi profesión, para mi sorpresa, reveló detalles con connotaciones de carácter íntimo que nunca había compartido con nadie. Había entonces, en el pasado, una vivencia que he querido erradicar a rajatabla de mi conciencia desde los 30. Ya en mis 54, acepté una posible condena por mi propio Dios. A cambio de que perdone mis abusos en su propia casa, le rogué que le brindase a mi cuerpo una dolencia afín a la de esos niños. Y temo lo peor. El cáncer, al parecer, no es lo único que me persigue en esta habitación.

     

    Unos pasos de una suela pesada me trajeron nuevamente a la realidad. El humo se alejaba con el hombre. Me levanté para prepararme un trago en ausencia del bartender, y luego de un extenso trago amargo del whisky, un ruido me sacó de mis pensamientos. Provenía de la ventana: un buitre golpeaba el cristal con su pico. Minutos después, ya no era solo uno, sino una bandada entera. Picoteaban el vidrio como si quisieran entrar. Creí estar más que borracho, pero mi preocupación se intensificaba aún más con aquello que miraba; en años, no había visto buitres en este pueblo. ¿Era esto una severa esquizofrenia, o ese hombre y los buitres realmente existían?

     

    Me levanté y fui a buscar al bartender, yendo a ciegas, tropezando cada tanto. Allí estaba, la lámpara de queroseno. Me incliné para alumbrar, pero lo que vi al lado me dejó sin aliento. Nunca había visto la carne viva de un rostro, ni ojos fuera de sus cuencas. Toqué la carne, y mis dedos, pegajosos al desprenderlos de su rostro, evidenciaban cuán real era. Lo conocía desde muy joven, había asistido al funeral de su padre, y ahora, enfrentar esta pérdida me era inconcebible. Me arrodillé, sostuve su mano, y su piel, aunque inerte, no lucía tan enferma como antes, como si alguien le hubiese arrebatado la podredumbre que arrastraba. Me nació rezar, pero no encomendé su alma a Dios, pues no creía en mi palabra, mucho menos en el monstruo que fui. El fuerte hedor de carne podrida era una estela que venía hacia mí por momentos, pero no parecía ser desprendida de un cuerpo fresco, sino de uno muerto hace mucho tiempo. Rocé suavemente con mis dedos el costado de su labio y una extraña epifanía se sumergió en mí. Lo sentía en cada vértebra, en cada cosquilleo que recorría mi espalda, una sensación que me exorcizaba, recordando sucesivamente las palabras ofensivas del hombre en el bar.

     

    Y ahí estaba el famoso déjà vu. Recordé mis estudios en demonología. "Vultur", "Vultur", "Vultur", repetía incansablemente una voz en mi mente. El "Vultur", el Demonio Buitre, que es sabio y versátil, valga la redundancia. Se presenta según antiguas escrituras con la piel del rostro de su víctima anterior, simbólicamente como un efecto espejo. El ser humano es atraído mediante la enfermedad del otro, a su propia muerte. Es su luz atraída al magnetismo infernal de la psique humana más oscura. Es, en definitiva, un monstruo cazando a otro.

     

    Entonces, oí el colapso del vidrio. Decenas de buitres invadieron el bar. Me levanté como pude y corrí hacia la parte trasera buscando la salida, pero una mano me sujetó con fuerza. Era él.

     

    Trató de inmovilizarme, forzando también mi mandíbula para abrir mi boca. Una parte de mí, aunque luchadora, estaba colapsada. Quizá me encontraba listo para rendirme y alimentar al demonio con mi cáncer y mi más turbio pecado, mientras que por otra parte rezaba desesperadamente, implorando misericordia. Un buitre se posó en mi hombro y comenzó a desgarrar mi lengua. El dolor era insoportable, y su risa resonaba en mis oídos.

     

    —¡Aliméntense, hijos míos! —gritaba.

     

    Finalizando con el destrozo de mi lengua y dientes, eran muchos; otro estaba encima de mi cabeza, y todo lo que veía eran plumas cayendo al suelo. Conservaba algunos dientes; otros me fueron arrancados hasta la corona. Como una especie de karma o venganza divina, también resultó mutilada mi entrepierna, y como último acto rezagado, caí al suelo, golpeando mi cabeza contra la madera. Perdí la noción del tiempo. Desperté rodeado de sangre, y no pensaba, no razonaba; nada útil pasaba por mi mente. Mi imagen y semejanza con Dios, tan sutilmente reflejada, había sido por completo destruida. Entonces, algo en mi piel dejó de gustarme, y las voces de unos niños comenzaron a aconsejarme: "Tu Dios te ha fallado, su imagen no es digna de representarte", dijeron. Así que me acerqué, deslizándome por la madera hacia unos clavos sobresalientes en el piso, y comencé a frotar mi rostro contra ellos, arrancándome la piel. Salían tiras y tiras de piel enferma y muerta.

     

    La tormenta había pasado, y el demonio también. La puerta del bar se abrió, y un hombre entró, llamando al bartender. Me levanté como pude y, cojeando, me acerqué. Mirarlo me dolía. Movía sus manos para focalizar mi vista; no había visto mi rostro aún, pues estaba en la sombra. Pero él, él era emocionante de ver. Algo irremediablemente me atraía y hacía que mi corazón ardiera de hambre. Quizá se trataba de su expresión; todo el brillo que cabía en esos ojos, verdosos y tónicos, llenos de vida, viveza que ciertamente, ya no porto.

     

    Un impulso animal recorrió mi cuerpo, y me lancé sobre él. Lo mordí, lo destrocé. Quería ser él. Y lo conseguí. Tomé su vida, su cuerpo, su alma. Corté la piel de su cara cuidadosamente con un trozo de vidrio y, acostándome junto a su cadáver, coloqué su piel felizmente sobre mi rostro.

    (c) Milagros Gomez

    Milagros Gomez

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