El sueño la hizo despertar con el deseo escapando de sus labios secos, agrietados como gajos de mandarina. No puede evitarlo, pero recuerda. No es casualidad que su primer pensamiento sea una fruta, cuando soñó con aquel chico que comparaba su delicada piel con el durazno. Ese mismo chico que admiró con locura, que no pudo salvar. Que el poder de su padre no pudo salvar. Poder que no lo salvó a él, a aquel hombre rico que lloraría al saber que el dinero ya no vale en un mundo donde toda la vida está a bordo de un tren.
El deseo vuelve, porque con ella no están los que creyó amar pero entre los vestigios de un mundo roto los recuerdos abundan. Necesita olvidar, y para olvidar necesita sentir. Necesita sentir para olvidar porque todos sus recuerdos se adhieren a las sensaciones que sintió por primera vez junto a aquellos que perdió, y piensa que si al sentirlas de nuevo los recuerdos vienen, recrearlas servirá para borrar lo que no quiere recordar, como en un camino de dos vías. Piensa que necesita una llave, que el durazno es esa llave. Porque el durazno llena sus sentidos, ligados a los recuerdos que torturan su supervivencia. Llenar los sentidos le permite adormecer sus pensamientos, enterrar la culpa en lo profundo y traer su personalidad creada cerca de su piel. Con esto en mente, parpadea y sale en busca de la fruta, disfrutando el frío que ve sin sentirlo, frío que añora por ser la única sensación que no puede alcanzar.
Cada vez que entra al invernadero se olvida de que se trata de un vagón insípido. El olor de la fruta la lleva a su niñez, al campo donde solía jugar con su madre y no distinguía su perfume de la fragancia de los durazneros. El mismo lugar donde fue besada por primera vez.
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Emma Gamow
No soy buena con las biografías ni con los títulos pero quizás si con las palabras que brotan del teclado.
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