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    El balido de los corderos

    Mar 24, 2025

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    El balido de los corderos
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    El balido de los corderos

    Ma que mierda sabe este viejo de dolores, de pesares y tratar de sobrevivir, pensaba Adela, arrastrando el carrito sobre el empedrado.

    El dolor en la cadera la hacía renguear. Los pies como niños envueltos atrapados en las chancletas serpenteaban el mosaico. La cortina de plástico pegoteada, las moscas verdessubyugadas por el olor a queso, aceitunas y salame.

    Tuvo que ir a comprar fideos de letras para hacerle la sopa a su nieta y aguantar al almacenero decirle que hay dolores que no se curan ni con sopa de fideos.

    Nadie puede ponerse en el lugar del que sufre. Perder a un hijo es ir en contra de la lógica. Creía que lo había soñado premonitoriamente. Frente al ataúd que contenía a su padre, las palabras de su madre retumbaban como un conjuro “la tragedia es hereditaria, figlia”, mientras un viento helado en un febrero caluroso barría el cuarto. Era como si el destino estuviera escrito en la penumbra: nadie escapa a lo que se lleva en la sangre.

    Después del accidente en el que murieron su hijo y su nuera, Adela le había pedido a la Virgen que la ayude con Ana. Ella ya había sido madre y ahora era abuela. Hincada en los bancos del Convento Grande de San Ramón Nonato, le suplicaba al patrono de las embarazadas y parturientas que le devolviera la fuerza de una madre.

    No le dio detalles ni mayores explicaciones más que sus papás se habían ido al cielo por un choque de trenes.

    Ana supo que algo feo había pasado esa tarde de invierno en la que la Nona entró a su cuarto. Lo sintió por el modo en que abrió la puerta, un gesto demorado, como si algo del más alláhubiera guiado la mano. En ese instante, un susurro gélido se apoderó de la habitación, de sus muros brotaban siluetas fantasmagóricas que la miraban. Ana escuchó, pero no dijo nada. Tampoco lloró.

    Ana pensaba en eso todos los días. Inventaba, fantaseaba. Las vías de tren transformadas en ríos de sangre. Sus papás deshechos, irreconocibles, casi invisibles, como si la carne de sus cuerpos hubiera desaparecido.

    La maestra de segundo había tenido que mandar a llamar a la Nona muchas veces. Ana no podía concentrarse, Ana se alejaba de las compañeras, Ana hablaba sola en los recreos. Ana hacía gestos y ademanes incomprensibles.

    Ana era bellísima. Rubia, con ojos de diferente color, uno marrón oscuro y el otro como destello de miel. Iguales a los de su papá. Tenemos los ojos de un corderito.

    Se despertaba a la madrugaba empapada en sudor frío, conel corazón martillando su pecho. Un murmullo parecía emerger de la oscuridad. Su mamá desmembrada, la cabeza separada del cuerpo, la boca con una mueca macabra que rozaba lo inhumano. Su papá, con los ojos desorbitados, los brazos, las piernas, las manos, todos cortados en pedazos. A los costados de las vías, corderos sin ojos. La lana salpicada de sangre que berreaban sin parar. 

    Quedaba paralizada por horas esperando que se hiciera de día. Nunca le dijo nada de eso a su Nona.

    Conservaba pocos recuerdos de sus padres. Pero la desesperaba no poder evocar sus caras sin tener que mirar una foto.

    Las tardes en las que su papá, después que llegaba de lafábrica, la llevaba a la Plaza de Mayo y le compraba a escondidas de la madre un algodón de azúcar.

    Se sentaban en un banco al que le había puesto nombre “El General” y se reían porque creían que ese banco era sólo de ellos. Es nuestro secreto. Su papá le contaba una y mil veces lashistorias de su juventud militante. Cuando hizo la colimba y lo hijo de puta que era los milicos.

    Con el tiempo dejó de mirar las fotos.

     

    Una mañana Ana caminaba por la calle para ir a la escuelaobservando los autos pasar. De repente los autos no eran autos, sino corderos que avanzaban lentamente, como si de repente la ciudad se hubiera convertido en un redil.

    Otras veces, era ella la que iba acompañada de esoscorderos que marchaban a su lado. El balido la atormentaba y se encontraba a sí misma golpeando a la nada para callarlos.

    Se distraía en la clase porque escuchaba la voz de sus padres llamándola. Se tenía que tapar los oídos y apretar con fuerza las orejas para que desaparecieran.

    Las sombras de los edificios se alargaban formando cuerpos negros, las ramas como bastones se agitaban violentos. Sujetaba su mano fuerte a la de la Nona.

     

    ​Cuando terminó la secundaria y empezó estudiar en la Universidad de Letras, a militar, la vida se le abría como un cuaderno nuevo, podía oler las hojas blancas. Creía que estaba viviendo una nueva sensación de felicidad, parecida a la que había tenido antes de que se murieran sus padres. Los corderos y los balidos permanecían junto a ella.

     

    Una medianoche del seis de junio, Ana subió al colectivo105. Un frío antinatural se colaba en los asientos. El conjunto de bambula que llevaba debajo del saco de lana no era para el invierno como le decía su nona. Se había hecho tarde. Últimamente había mucho movimiento, planes que cambiaban, decisiones intempestivas. El clima era tenso, todos sabían que las cosas podían cambiar en cualquier momento.

    No había nadie ni en el micro ni en la calle. El chófer le dio el boleto, ella le extendió los billetes. El hombre arqueó las cejas, en un gesto que interpretó amistoso, pero de inmediato se arrepintió al ver la profunda oscuridad de un pozo ciego en sus ojos. Se sentó en el fondo. Apoyó la bandolera tejida al crochet en sus piernas y se cerró el saco de lana. Quería llegar cuanto antes a su casa. Tenía que llamar a Alba para avisarle lo del hermano del Gato.

    Mientras el micro avanzaba, su mirada se posó en la ventana: las calles empedradas parecían cobrar vida, el Convento y “El General” en la Plaza de Mayo se transformaban en siluetas amenazantes. Se adormeció acunada por el balanceo. Despertó sobresaltada y tocó el timbre. El micro se detuvo y bajó en Avenida de Mayo y Perú. No era su parada, así que empezó a caminar contra el viento.

    De la penumbra surgió un grupo de mujeres rapadas, con los ojos vendados se le aproximaban. Tras ellas una fila de corderos con la cabeza gacha. Un escalofrío sobrenatural la paralizó y trató de retroceder, pero sus pies estaban clavados en el suelo, como si fuerzas invisibles la retuvieran. La bambula se agitaba violentamente. Trató de gritar, pero su voz se ahogó en un alarido primitivo.

    De inmediato las mujeres se transfiguraron en hombres uniformados, sus manos frías la palpaban, escrutándola, arrastrándola a un abismo donde los bramidos de las bestias y las voces de sus padres se entrelazaban en eco aterrador.

    Abrió los ojos, estaba desnuda en una habitación atada a una silla. La luz de la lámpara parpadeaba incesante. Alaridos se confundían con una voz quebrada que preguntaba ¿Dónde está mi nieta? No podía moverse. Podía oír a los lejos el balido de los corderos.

    Las paredes empezaron a moverse hacia el medio de la habitación, como un martillo neumático. El piso desapareció. Sus pies quedaron flotando. Una caía libre en un pozo ciego.

     

    Abrió los ojos, estaba sentada en “El General”. La luz del sol la cegaba. Personas que iban y venían, el ruido del tráfico. Vio como una mujer mayor se le acercaba. Llevaba puesto un pañuelo blanco en la cabeza y un cartel que tenía una imagen suya. Una foto que se había sacado en los jardines de la facultad sonriendo. Reconoció a la mujer, era su Nona que gritaba ¿Dónde están nuestros nietos? ¡Queremos saber dónde están nuestros nietos!

    ​La Nona paso a su lado sin reconocerla. Ana la vio alejarse y unirse a otras mujeres que, como ella, con pañuelos blancos en la cabeza y carteles caminaban en círculos alrededor del monumento del General Belgrano. Quería pararse, moverse, correr, ir a abrazar a su nona, decirle que estaba ahí con ella en la Plaza. 

    La Nona llegó a su casa, dejó el pañuelo y el cartel en el lugar de siempre al lado del portarretrato de Ana y puso la pava en el fuego. El crepitar de las llamas rompió el silencio sepulcral.

    La noche empezaba a caer sobre la Plaza de Mayo que ya vacía, contemplaba como el día tardaba en apagarse.

    Silvina Casteller

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