Tuve siempre una intriga: ¿por qué Cristina es lo que es? ¿Por qué emana lo que emana? Esa mezcla de aura, oratoria, seguridad y convicción absoluta. ¿De dónde sale esa fortaleza que parece imbatible, incluso cuando el país se desmoronaba a su alrededor?
Tal vez la respuesta esté en su recorrido. Porque no cualquiera sobrevive políticamente a una Argentina en llamas como la del 2001. Cristina estuvo ahí, en los momentos más críticos, junto a Néstor. No sólo vio la implosión del sistema, sino que fue parte activa del nuevo relato que se construyó desde las cenizas. De ahí, quizás, nace ese temple: de haber estado en la oscuridad total y volver al poder con una narrativa de reconstrucción, de justicia social, de identidad nacional.
Y supo contar esa historia como nadie. Porque Cristina no es sólo una política, es una narradora de sí misma. Cada palabra que dice está cargada de relato, de épica, de mensaje dirigido. Su oratoria combina razón, emoción y memoria. No convence: arrastra.
Pero lo que más impresiona no es sólo cómo lo dice, sino que logró sostener decisiones muy discutibles –algunas incluso destructivas para la economía argentina– y que aun así fueran vistas como conquistas. Por ejemplo, la expansión del gasto público fue gigantesca, pasando del 23% al 45% del PBI entre 2003 y 2015, algo que solo puede mantenerse con un país en constante crecimiento… o endeudamiento. Pero la narrativa no hablaba de sostenibilidad, hablaba de justicia. Ella hablaba de derechos, no de costos.
Cuando implementó la Asignación Universal por Hijo en 2009, alcanzó a más de 2 millones de niños y redujo la indigencia infantil. Fue un logro histórico. Pero también fue el inicio de una política que apostó todo al consumo sin reforzar la producción. El empleo no creció en paralelo: el 70% del nuevo empleo entre 2009 y 2015 fue estatal o informal.
Congeló tarifas de luz, gas y transporte, y así alivió el bolsillo de millones. Pero ese alivio tenía fecha de vencimiento: el Estado pasó a gastar cifras astronómicas en subsidios, al punto de que en 2015 los subsidios energéticos superaban los 100.000 millones de pesos al año, generando un agujero fiscal inmenso, falta de inversión en infraestructura y dependencia de la emisión monetaria. Mientras el ciudadano sentía que vivía mejor, el Estado se desangraba por dentro.
También nacionalizó empresas como YPF o Aerolíneas Argentinas. “Recuperamos soberanía”, decía. Y sí, fue un acto simbólicamente fuerte. Pero el resultado económico fue otro: juicios internacionales multimillonarios (como el caso Burford por la expropiación de YPF) y empresas que necesitaban cientos de millones de dólares al año solo para no quebrar.
Y todo esto sucedió con un INDEC intervenido desde 2007, lo que dificultó saber qué tan real era lo que se mostraba. La inflación oficial hablaba de un 10% anual, pero las mediciones privadas superaban el 25%. Aún así, la ilusión seguía firme.
Cristina entendió, quizás antes que nadie, que el mundo se volvía cada vez más inmediato. Que la ansiedad social ya no toleraba esperas. Que la gente quería vivir mejor hoy, aunque no supiera si podría hacerlo mañana. Y ella les dio ese presente. Les dio subsidios, aumentos, presencia estatal, consumo. No solucionó los problemas estructurales, pero logró que mucha gente sintiera que por primera vez era parte.
Y ahí está su poder. No en los números, sino en lo simbólico. En un país donde el mediano plazo es un privilegio, Cristina ofreció certezas inmediatas. Y por eso se volvió mito: porque supo ser madre política, refugio emocional, escudo frente al caos.
¿Y cómo hizo para imponer ese relato por encima de los demás? Con convicción. Con estética. Con liderazgo firme. Con un discurso que no pedía permiso. Enfrentó a los medios, al campo, a empresarios, a jueces, al FMI. Se construyó como antagonista de todos los poderes que históricamente doblegaron a los gobiernos populares. Y aunque muchas decisiones hayan hipotecado el futuro del país, logró que millones la recuerden como quien les devolvió dignidad.
Eso no es poco. Es, de hecho, el acto político más potente que se puede lograr. Que la emoción eclipse al dato. Que la memoria venza al balance.
Y por eso Cristina sigue ahí. Años después. Condenada judicialmente, sí. Pero políticamente viva, y quizás más fuerte que muchos que se dicen “nuevos”.
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