Desperté con la certeza de que algo en mí estaba desobedeciendo al tiempo, como si mis pensamientos hubieran aprendido a caminar de espaldas.
Hay días, como este, en los que me sorprendo desperdiciando minutos, horas, tal vez vidas enteras, en intentar sofocar mi extrañeza, como si fuera una llama inoportuna que arde donde nadie la espera. Pero, ¿qué otra cosa es la extrañeza sino mi propio fulgor? La intento apagar y, en esa obstinación, no hago más que perder el brillo que me pertenece, ese destello raro que me separa del resto y me confunde con el universo.
Miro mi cuerpo con repudio, lo examino como si no me perteneciera, como si cada curva y cada sombra fueran el error de un dibujante distraído. Y, sin embargo, este cuerpo es el que me lleva, me sostiene, me permite vivir. Es el barco y también el río, el obstáculo y la puerta, la frontera que insiste en recordarme que sigo aquí.
Me descubro, también, encogido, haciéndome pequeño con una disciplina casi cruel, como quien dobla una hoja hasta que no queda más que un punto insignificante. Y, sin embargo, siento que nací para ocupar un espacio, para ensanchar los pasillos del aire, para estirarme hasta tocar los bordes de la realidad, aunque me tiemblen las manos.
Los pensamientos me suceden al revés. Van en dirección contraria, como pájaros que vuelan hacia atrás o relojes que insisten en borrar las horas. Soy contradicción pura, y en esa contradicción me reconozco. Me deshago y me construyo a la vez, como un edificio que se incendia mientras se levanta, como un sueño que no sabe si quiere ser pesadilla o amanecer.
Hay una catarsis constante en este vaivén: las certezas se vuelven dudas, las dudas certezas momentáneas, y en el cruce de ambas me descubro respirando distinto, como si cada exhalación fuese un alivio y cada inhalación una condena.
¿Lograré alguna vez ordenar las ideas que me colisionan en la cabeza? No lo sé. Y quizás no importe. Tal vez lo único que importe sea este ejercicio de cuestionarlas, de abrirlas en canal como quien desarma un reloj para descubrir que lo que late no son engranajes, sino un corazón temblando.
Y aunque avance apenas unos centímetros, aunque el paso sea mínimo, ínfimo, esos centímetros son un triunfo. Centímetros arrebatados al autosabotaje, centímetros conquistados como un territorio secreto que sólo yo sé habitar.
Me pregunto si no será así siempre: avanzar un poco, retroceder otro tanto, caminar en círculos para descubrir que también el círculo tiene su belleza, que en la repetición se encuentra un ritmo, y que en el ritmo también hay vida.
Quizá de eso se trate: de aprender a convivir con las ruinas, con los espejos que devuelven más sombras que rostros, con las contradicciones que se me clavan como espinas, pero que a la vez me hacen florecer. Porque, al fin y al cabo, hasta el dolor es semilla, y toda semilla, tarde o temprano, insiste en crecer.
Y si he de ser contradicción, que al menos mi contradicción sea un faro: iluminar lo incierto, abrazar la grieta, y seguir andando, porque hasta la herida insiste en florecer
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