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El apetito intacto de los días que no vuelven.

Aug 4, 2025

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El apetito intacto de los días que no vuelven.
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A veces necesito saborear la melancolía.

No devorarla de un bocado ciego, no atragantarme como antes, cuando creía que doler era la única forma legítima de recordar, sino probarla con el cuidado con que se lame una cucharita de postre que ha estado demasiado tiempo guardada entre manteles viejos y cartas sin remitente.

Me la sirvo tibia, sin prisa, en la taza donde antes tomaba leche con cacao, esa misma que tiene el borde astillado, como una sonrisa rota que de todos modos se ofrece. Parece morderme los labios, pero no duele: apenas avisa que está viva.

La melancolía tiene ese sabor inconfundible: mezcla de caramelo viejo, los típicos "media hora", amados y odiados con la misma intensidad, domingo lluvioso con olor a encierro, y una canción que ya no existe en ninguna lista de reproducción, pero que igual suena —entera— cuando cierro los ojos y dejo que la memoria haga de DJ nostálgico. No importa que haya silencio: el cuerpo recuerda.

La lengua, que también tiene memoria, reconoce sin titubeos la textura de aquel dulce que me compraban por portarme bien. El papelito celeste que se deshacía con el sudor de las manos, los dedos pegajosos, la espera infinita de las tres de la tarde en casa de mi abuela.

Y entonces, sin permiso, aparece la risa sin dientes, la bicicleta sin frenos, el portazo que nunca se cerraba del todo, la voz dulce que me decía que nadie muere mientras se le recuerda. Me digo que sí, que hay que detenerse a veces en ese rincón del alma donde nada se mueve, donde todo huele a madera vieja, a fotografías sepia, a ternura vencida con fecha de expiración ilegible.

Pero algo en mí se resiste. No por terquedad, sino por instinto. Una brizna de luz cruza la cocina, la cucharilla cae sin querer al suelo con un sonido que parece palabra recién inventada, y en el fondo de la taza, una nota de jengibre que no recordaba haber dejado flotar se hace presente, como quien vuelve de un exilio con la frente despeinada.

Hoy, sin buscarlo, combiné jengibre con durazno en una mermelada improvisada. Corté el pan con torpeza —como quien abre caminos nuevos en mapas viejos—, lo unté sin simetría, y me lo llevé a la boca con la tímida esperanza de que algo pasara. El primer mordisco fue un acto de fe. El segundo, una revelación: no todo lo nuevo tiene que doler. Había ahí una dulzura que no venía de ningún recuerdo, una ligereza sin nombre, un sabor sin biografía.

Y mientras el recuerdo me tiraba de la manga como un niño testarudo que quiere volver al parque aunque ya esté oscuro, le dije que sí, que ya sé, que hay cosas que no se olvidan. Pero también le dije que tengo hambre. Hambre de otras texturas, de combinaciones absurdas, de sabores que aún no tienen historia y que, por eso mismo, me pertenecen.

La nostalgia puede endulzar el paladar, sí, pero no debe opacarnos el apetito. No cuando la vida sigue cocinando a fuego lento. No cuando todavía quedan tantos sabores por inventar en esa cocina secreta que llevamos entre el pecho y la garganta. Esa donde los ingredientes no caducan, pero tampoco se repiten. Donde el pasado es sólo un condimento, nunca el plato principal.

Nicolás

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