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El amor es una especie de dilatación del tiempo

Nov 11, 2024

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El amor es una especie de dilatación del tiempo
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El amor es una especie de dilatación del tiempo. A veces se extiende como cuando se te desparrama un vaso de Coca-Cola sobre la mesa. El contenido comienza a comerse progresivamente el mantel blanco. La mancha se hace cada vez más grande hasta que llega un punto en el que su expansión se detiene. Deja de crecer. No significa que la Coca-Cola haya dejado de existir: significa que ahora se ha derramado del todo, hasta su límite, para quedarse allí contenida: sobre el mantel, la mesa o lo que sea. Utilizas trapos y servilletas absorbentes para intentar remediarlo, pero no importa lo que emplees para limpiarla: solo se multiplica. Del mantel impregna al trapo, la servilleta o lo que sea. Paradójicamente, solo consigues que siga creciendo. El mantel deja de ser blanco en su totalidad. Y la servilleta. Y el trapo. Ahora todo tiene una parte de esa Coca-Cola desparramada.

Creo que el amor funciona de una manera similar. Parece que uno lo trae consigo, contenido, hasta que comienza a extenderse e impregnarse de maneras extrañas. A veces adquiere formas y posturas incómodas pero orgánicas. Funciona como el contenido que se desparrama. Tiende a la expansión. Por eso venía diciendo que es una especie de dilatación del tiempo. Como las manchas, como las cicatrices que dejan los raspones en el codo. Sobrevive al tiempo. Muy pocas cosas lo hacen. Diría que solo el amor, las piedras y la palabra escrita. La palabra escrita se queda grabada sobre papeles, muros, papiros; se mantiene intacta y, por eso, a veces encontramos formas de dialogar con el pasado. Casualmente, la palabra escrita no deja de ser un conjunto de manchas. Casualmente, la palabra escrita contiene tantas expresiones y formas de amor. No necesariamente como poemas, novelas o cartas profundas de escritores de otros tiempos. A veces, la simplicidad de otras palabras contiene, en menos manchas y menos letras, la misma cantidad de amor.

Por ejemplo, mi abuela Anita aprendió a escribir lo justo y necesario porque, cuando fue niña, le apresuraron el tiempo de estudiar para dedicarlo a trabajar. No le hizo falta aprender demasiado para escribir mi nombre en un sobre con veinte euros dobladitos y añadir en la solapa: feliz cumpleaños, feliz navidad, feliz comunión, feliz lo que sea. Te quiero. O simplemente mi nombre. Mi nombre escrito con su letra retorcida y sinuosa que parece abrazarme desde el papel. No se lee igual que el Juan Gabriel que escribe mi médico para recetarme paracetamol ni igual que el Juan Gabriel que aparece escrito con letra mecanizada en mi DNI. Se lee con su voz suave, con su risa. Con su letra tropezada, natural, latente; que es igual que sus abrazos, su mirada. Que es igual que ella.

Qué bonita es la palabra escrita, más bonita aún si se escribe con manos que solo han sostenido el mundo desde el cariño. Más bonita si, como ahora mismo, me sirve para escribir poemas o textos largos que hablan sobre mis abuelas, sus letras y sus manos. Qué bonita si me sirve para mantener el recuerdo atrapado en algún lugar, en algún espacio. Como el mantel blanco que sostiene y delimita la mancha. Aquí, las palabras parecen enhebrarse y enredarse como hilos, pero con un sentido, de manera ordenada. Me gusta emplear esta metáfora porque mi abuela Carmen era caladora, y a mí me gusta creer que yo también lo soy, pero con palabras. Una caladora hilvana hilos; los anuda, corta y amarra a una tela mientras construye patrones, formas y dibujos. Punzada a punzada. Como si contara historias con la aguja. Mi abuela Carmen nunca me regaló un sobre en el que apareciera escrito mi nombre; en cambio, de vez en cuando, me regalaba pedacitos de tela preciosos decorados con estrellas, flores y cenefas hechas con hilo de colores perfectamente trenzados. Era su forma de escribirme te quiero. Era su forma de utilizar la palabra escrita, pero con aguja e hilo, para dilatarse en el tiempo. Para dejar su amor dilatándose en el tiempo.

Ahora que ya no está, encuentro una forma curiosa de conversar con ella cuando acaricio con mis dedos la textura de alguno de sus manteles, pañitos o enaguas. Cada punzada parece mantener su voz sostenida entre la costura: entre el hilo o en la tela. Como la mancha, nuevamente, sobre el mantel. Como el amor transmutable. Como esa fuerza que solo se multiplica. Ella se queda sostenida en el tiempo, conmigo. No están su cuerpo ni sus manos acariciando las mías o calando sobre el bastidor y, aun así, abrazando sus telas consigo entrelazar mis dedos con sus dedos un ratito más. Me recuerda la importancia de la costura en un mundo que se hace pedazos. Consigo hilar mi palabra escrita con su palabra escrita, con los rastros que quedan de su amor, que es más ella que ella misma.

Siempre será bonito seguir encontrándote en tantas cosas. Sentir que soy cuerpo del cuerpo que también formó parte de ti. Como la piedra que sostiene a las demás piedras. Como la piedra que nunca deja de serlo y solo se dilata y transforma, al igual que la palabra escrita y el amor. Como la piedra que sostuvo las primeras expresiones del lenguaje. Cuántos versos habrán quedado grabados sobre pedacitos del mundo. Cuántas historias tan similares y a la vez distintas. Esa predilección del humano por materializar lo que siente y piensa a través de la palabra escrita. Por contar y dejar huella de la conciencia de uno mismo. Ese ímpetu por violar la linealidad del tiempo incluso si la única forma de hacerlo es dejando marcas sobre las rocas. Forma parte de lo que somos la necesidad de que nos recuerden.

Cuando eres niño y por primera vez sostienes un lápiz o rotulador, es casi incontenible el deseo de marcar la pared, la piedra. Es una forma innata de reconocer nuestra existencia. Curiosamente, uno de los textos más antiguos jamás encontrados se trata de un poema de amor grabado en piedra que data del año 2000 antes de Cristo. Se llama Estambul 2461 y se descubrió casi cuatro mil años después de ser escrito, enterrado al sur de lo que fue en aquel momento Mesopotamia. Vuelvo a pensar en la importancia de la palabra escrita y en cómo las personas encontramos la manera de materializar lo que sentimos a través de ella. Han pasado varios milenios y el único rastro que queda de esas personas son los versos que un día compartieron.

Puede ser que, dentro de 2000 años, por ejemplo, un grupo de arqueólogos excave sobre los restos de mi casa, que comparto con mi abuela, y encuentre pedacitos de pared pintados con rastros de rotulador. Algún dibujo atropellado de una flor. Algún rebujato de dos machanguitos (probablemente, yo y mi abuela) que el Juan Gabriel de cuatro años dibujó un día en algún rincón escondido de la pared, quedando contenido en el tiempo. O nuestros nombres escritos apresuradamente con mi letra primitiva de niño que aún no sabe escribir, pero tiene mucho que contar. Mi abuela y yo no estaremos, pero probablemente, las personas del futuro que sostengan los pedazos de piedra que con cuatro años decidí pintarrajear pensarán en nosotros (a su manera) y tendrán algún resto del amor que un día la vida nos permitió compartir. Algún resto de la casa hecha de piedra sobre la piedra que me permitió crecer. Algún resto de las piedras que fueron hogar y en donde mi abuela Anita y mi abuela Carmen me cuidaron. Restos de nuestros nombres. Restos de una casa que mis abuelos construyeron con sus manos. Las mismas manos que me acurrucaron. Las mismas manos que me escriben pequeñas dedicatorias en el dorso de los sobres cada cumpleaños. Las mismas manos que cocinan, arropan, acarician y acompañan. Las mismas que sostienen flores cuando toca enramar a quienes formaron parte de nuestra historia y ahora habitan la piedra y el mundo, pero de otra forma.

Yo nunca construiré una casa en la que poder albergar a mis abuelas como ellas hicieron conmigo. No habrá muros en los que pintar nuestros nombres ni pedazos de roca que inmortalicen nuestra existencia. Pero tengo una voz y una palabra escrita, que les pertenece tanto a ellas como a mí. Tengo una voz que me permite compartir con otras personas atisbos de nuestra historia, de nuestra memoria. Tengo una voz que solo es el eco de todas las voces que me enseñaron a encontrar la mía. Esa es mi casa, mi piedra, mi forma de romper el olvido, el paso del tiempo. Por eso deseo que este texto, que esta palabra escrita, sirva como una mancha más de ese amor que se dilata y vence a la brevedad del tiempo, que se multiplica. Que me sirva para sostener a mis dos abuelas conmigo siempre un fisquito más. Lo grabaría en piedra si pudiera. Lo cosería sobre la tela. Lo enterraría como a aquel poema antiguo para que en el futuro queden atisbos de que Anita y Carmen fueron la piedra que me sostuvo. La piedra, la palabra escrita y el amor.

El amor es una especie de dilatación del tiempo. Eternas, Anita y Carmen.

Gabriel Sánchez

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