El amor de Dios

Dios, la abstracción innombrable e incomprensible, me hace luchar con las deficiencias de nuestro lenguaje para darle forma. Dios es amor. Llegar a esta comprensión requirió un camino largo y doloroso. La idea de que «Dios es amor» es una verdad que adquirí con esfuerzo y resulta incómodo pensar que su presencia resuena con mayor fuerza en los momentos más oscuros y crueles de la vida. Conmueve profundamente esta constatación: que el sentido de la vida —su alegría, su belleza infinita y su amor— surge de las pérdidas más devastadoras.

Y por eso me cuesta identificarme con el ateísmo. Todos, incluso los más reticentes espiritualmente, anhelamos el amor, nos demos cuenta o no. Y este anhelo nos llama eternamente hacia su objetivo: amarnos. Tenemos que amarnos.

Creo que, en general, lo hacemos, o vivimos muy cerca de la idea porque apenas hay distancia entre un sentimiento de neutralidad hacia el mundo y un amor crucial por él, prácticamente ninguna distancia. Para pasar de la indiferencia al amor basta con que nos rompan el corazón. El corazón se rompe y el mundo explota ante una como una revelación.

No existe el problema del mal. Solo existe el problema del bien. ¿Por qué un mundo tan a menudo cruel insiste en ser bello, en ser bueno? ¿Por qué se necesita una devastación para que el mundo revele su verdadera naturaleza espiritual?

Sé que existe una especie de potencialidad más allá del trauma. Entiendo cómo el trauma es el fuego purificador a través del cual se encuentra verdaderamente el bien en el mundo.

Cada día rezo en el silencio. Rezo por todos. En este vacío derramo todo mi deseo, anhelo y necesidad, con el tiempo volviéndose esta ausencia potente, viva y se activa con una promesa. Esta promesa que yace en el silencio es belleza suficiente. Esta promesa ahora mismo es asombro suficiente. Esta promesa ahora mismo es Dios suficiente. Esta promesa ahora mismo es lo máximo que puedo soportar.