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El abrazo

Nicolás

Jun 27, 2025

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El abrazo
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La historia comienza en la Viena de 1908, cuando todavía compartía la cabecera del Imperio Austrohungaro con la perla del este, más conocida como Budapest. El mundo distaba mucho de lo que es hoy día, la General Motors estaba a punto de ser fundada ese mismo año, los zares dominaban Rusia,  Theodore Roosevelt presidía a los estadounidenses y en Argentina todavía no se había aprobado la ley de sufragio universal.   

La austriaca era una sociedad que iniciaba un descubrimiento sexual que lo llevaría a ser poseedor de una de las máximas obras de arte de la historia. Allí en el barrio de Mariahilf se encontraban dos amantes, que solo se abrazaban. No hacían el amor de la forma convencional; no tenían sexo. Solo se abrazaban. Ella llegaba al pequeño departamento de la calle Wehrgasse y se dejaba caer en los brazos de su amado, él (mientras pintaba) la esperaba ansioso.  

Su vida fue miserable, lloraron desengaños fatídicos y sufrieron embelesamientos inconclusos. Ella deploró (durante 10 años) el alejamiento de una tortuosa relación que la incomunicó de la sociedad. Los periódicos del momento dijeron que fue su culpa, ella sabía que no había sido así. Él, cansado del trajín monogámico de la rutina se había erigido en un verdadero casanova. La contra de esto es que nadie lo tomaba en serio. Juntos vivieron el amor más puro, juntos pero separados. 

Él la visitaba a diario, sin saberlo, sin quererlo y sin buscarlo. Ella lo entendía un gran amigo, sin sentirlo, sin pensarlo y sin sentido. Ambos sabían que eran tal para cual, pero de una manera tan inconsciente y tan censurada que ni siquiera  el contemporáneo Sigmund Freud podría haber advertido o habérselos hecho advertir. Solo el tiempo tiene ese poder. 

La vida los hallaba separadamente unidos. Cuando ella lloraba él estaba allí, y cuando él lo hacía, ella estaba allí. Era dantesco verlos caminar separados por un muro de hierro invisible, se morían de ganas de tomarse la mano, pero aun no lo sabían. La vida los llevaba indefectiblemente hacia la muerte. El umbral que atravesaban a diario era frío y húmedo. Pero ellos seguían ahí, firmes frente a las desventuras mundanas. 

De espiritualismo nada había en sus pobres seres, ambos eran agnósticos y se jactaban de serlo.  No se aferraban a una esperanza post mortem, aunque la tuvieron sin pretenderlo. Ella, princesa caída en desgracia, él noble devenido en pintor casanova. El oro fue su tumba eterna, como si de una ironía del destino se tratase, vivieron en la miseria pero murieron en la máxima gloria a la que un ser humano puede apuntar. 

El día de su muerte los encontró en una pradera, al borde del precipicio envueltos en oro, rodeados de flores, besándose en la mejilla, abrazados en un mismo cuerpo, proclamándose amantes inmortales. Sin siquiera desearlo, sin solicitarlo, se convirtieron en la imagen viva del amor.

Sosteniéndose, el uno al otro, por los siglos de los siglos, sin haber sentido el roce de sus cuerpos destrozándose en aquel departamento de la calle Wehrgasse, sin haber besado sus labios ni siquiera una vez. Dibujando para la eternidad el símbolo verdadero del amor, ese que se necesita más allá de cualquier imposición; el abrazo.  

Nicolás

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