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Los árboles se visten de gala y lucen hermosos follajes esmeralda. Coronados de gloria floral, se mecen en una danza primaveral acunados por la algarabía del canto de las aves que entre sus ramas hacen hogar. Pero entre ellos se alza en el horizonte el abedul; ajeno a estas regiones, desnudo en su blanca corteza contra el ceremonioso e infinito cielo, irguiéndose solemne como un lobo mostrándole los colmillos al firmamento en un intento por ahuyentar su abrazo azul.

Se mantiene en pie pese a las inclemencias de los elementos en una rigidez que suelen confundir con orgullo y altanería o soberbia. El viento improvisa un arruyo silbando entre sus inhabitadas ramas como consuelo y cuando cae la noche, la luna le deja dibujarle sombras con su silueta mientras las estrellas adornan sus contornos como diamantes. Aves nocturnas que conocen la ausencia se le posan de cuando en vez. La tierra acaricia sus raíces haciéndole saber que siempre estará para él.

Pero el abedul observa a lapachos y jacarandás sin poder evitar preguntarse cuando llegará el día en que también florecerá.

Pablo Bernabé Céspedes

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