ecos de lo que ya no es de tu propiedad.
Oct 21, 2025
había aprendido a vivir sin ella. a respirar sin pensar en su perfume, a existir sin que su voz le atravesara los pensamientos como una espina vieja. la herida se había cerrado torpemente, con cicatrices mal cosidas, pero al menos ya no sangraba. y justo entonces, cuando el silencio comenzaba a parecerle paz, ella volvió. como el humo que se cuela por las rendijas después de un incendio. su aparición tenía ese brillo enfermizo de lo prohibido. llegaba tarde, demasiado tarde, pero aun así pretendía que el tiempo no había pasado. su nombre ya no dolía igual, y aun así, en los pliegues más ocultos de su memoria, se agitaba un temblor. la conocía demasiado bien. sabía que detrás de su voz dulce se escondía la necesidad de probar que todavía podía romperlo. no era amor. era ego. era poder.
porque así había sido siempre: ella disfrutaba verlo arder, lo amaba cuando lo veía desmoronarse. nunca fue el calor lo que buscaba, sino el humo, la ceniza, la caída. le fascinaba saber que podía hundirlo y que él seguiría suplicando. la adicción era mutua, cruel y sedienta. él había dormido en su puerta, había rogado por una segunda oportunidad mientras ella, distante, jugaba con su orgullo entre los dedos. y ahora, cuando por fin había aprendido a soltar, ella regresaba con la misma sonrisa vacía, con esa dulzura envenenada que confundía compasión con control.
ella no lo quería. solo quería saber que todavía podía tenerlo.
y él, aunque lo supiera, temblaba. porque hay cicatrices que se abren solo con una mirada.
pero esta vez algo en él había cambiado. la lucidez lo envolvía como un amanecer lento, un despertar después de una larga pesadilla. ya no era ese muchacho que se arrastraba por las sobras del amor. ahora la veía por lo que realmente era: un espejismo hermoso, una trampa vestida de nostalgia. la entendía, y en esa comprensión se extinguía lo poco que quedaba de su deseo.
ella seguía hablando de amor, de segundas oportunidades, pero sus palabras caían como cristales rotos. cada una era un recordatorio de todo lo que había perdido por creer en su mentira. no era su corazón lo que buscaba, era la certeza de que aún podía destruirlo. necesitaba saberse capaz de herir, como si su poder dependiera de eso.
él ya no era suyo. y sin embargo, ella insistía en reclamarlo, como si su orgullo no soportara verlo amar a alguien más. no le dolía perderlo; le dolía saber que ya no tenía el control.
y él la miró, desde lejos, con esa mezcla de repulsión y ternura que dejan los amores que se pudren con el tiempo. comprendió que ella no era un fantasma, sino un hábito. un eco que se repetía hasta desgastarse. había sido su error más hermoso, su tormenta más brillante. un desastre al que había aprendido a darle las gracias.
porque de ella aprendió la forma exacta en que se rompe un corazón.
y también, el modo en que uno vuelve a levantarse.
ella quería seguir siendo su ruina, pero él ya había reconstruido los cimientos. su vida seguía adelante, y su amor nuevo —ese amor tranquilo, real, que no ardía sino que iluminaba— lo mantenía de pie. por eso, cuando ella volvió a extender la mano, solo vio el reflejo de lo que alguna vez fue.
ya no había rencor. solo claridad.
y con esa claridad vino la respuesta silenciosa:
ahora que no puedes tenerme, me deseas.
ahora que me perdí de ti, te encuentras vacía.
pero lo tuyo era hambre, no amor.
y yo ya no soy tu alimento.
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