Terminar una relación nunca es fácil.
Es una sensación extraña, como si tu propia piel no lograra cubrirte del todo o a tus manos les faltaran dedos. Una incompletitud que no se ve, pero se siente.
¿Por qué ocurre esto?
Porque el romanticismo idílico nos empuja a buscar una simbiosis con el ser amado. Y es ahí donde nace esa angustiante sensación de desprendimiento. Cuando esa persona se va, pareciera que un pedazo de ti es arrancado con violencia. Es un corte crudo, profundo y sangrante; un giro brutal e irónico que jamás pensaste experimentar. Y aquí estás, sintiéndote mutilado, con el corazón fuera de lugar.
¿Y ahora qué? ¿Qué queda?
Como una herida física, el tejido emocional también comienza a regenerarse. Los nervios se reconectan, la carne se recompone fibra a fibra, y nace una cicatriz. Pero no cualquiera: una digna de un guerrero. De quien, guiado por un ímpetu feroz, defendió su causa con capa y espada. Tal vez algunos lo llamen loco, alguien que apostó todo por un ideal volátil e incierto. Pero para él, ese motivo fue real. Y suficiente.
Esa analogía me ha sostenido durante esta ruptura.
Si bien la herida aún está fresca y, al roce, arde, quiero situarme en la postura de ese guerrero. Aquel que no dudó en pelear por lo que consideraba justo, correcto y bueno. Porque los verdaderos protagonistas de una cruzada no son los imperios ni la élite, tampoco quienes miran desde lejos sin ensuciarse. Son quienes pisan el barro y se dejan la piel en el intento.
Así también en el amor.
No es quien partió el verdadero centro de la herida, ni el eco de su ausencia el trasfondo del dolor.
Eres tú el punto de partida.
Tú, quien dio origen a ese amor.
Sí, su recuerdo evoca melancolía, pero la capacidad de sentir —esa llama profunda— siempre ha sido tuya.
Tú, que depositaste en otro tus esperanzas y anhelos.
Tú, que te lanzaste a la batalla con el pecho abierto, sin garantías de victoria.
Tú, que lloras, te quiebras y, aun así, te levantas.
Tú, que elegiste quedarte y trabajar en ti, buscando sentirte más visto, más amado.
Porque, al final, puedes amar con el alma abierta.
Puedes entregarte sin reservas, entrelazarte hasta el último rincón del ser.
Pero ese fuego —y escúchame bien— arde en ti.
La capacidad de vibrar, de conectar, de trascender a través del amor, no viene del otro.
Es tuya. Y siempre lo ha sido.
Es tuya.
Te pertenece a ti, portador de cicatrices.
A ti, que no temes volver a lanzarte con firmeza cuando algo lo vale.
Y eso, querido lector, es mucho más importante que cualquier despedida.
Reconócelo.
Valóralo.
Eres tú el motor de todo eso.

Invierno Cálido
Hola, solo quería un espacio para desahogarme y leer a más personas en la misma sintonía. Somos yo y mi cabeza.
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