Es otra historia —larga y ajena a esta— cómo se conocen. Pienso contarla algún día, por la cantidad de coincidencias que deben suceder para que se terminen conociendo. Entonces tomemos supuestos y digamos que se conocen así sin más, que se conocen y punto, que no hay importancia justamente en ello. Esa noche, después de haber estado hablando durante un rato, él termina invitándola a salir, con la sensación de que ella le ha dicho que sí como a los locos. El lunes le escribe y la invita nuevamente. Para su sorpresa, ella acepta, por lo que quedan en verse el jueves de esa misma semana por la noche.
Quizá haya arrancado demasiado rápido y las historias que arrancan de este modo no suelen ser de mi agrado. Más bien me gusta cuando el narrador me va llevando de a poco, adentrándome en su mundo entre algodones y no a los golpes, porque sino por momentos las cosas parecen demasiado forzadas o artificiales. “Se conocen y punto”, “le escribe y la invita nuevamente”, así sin más, exceptuando las sensaciones trascendentales que surgen en la historia a partir de cada hecho. ¿Acaso el tipo no se ha comido todas las uñas de su mano antes de mandar el mensaje? ¿Acaso no le arremetieron unas profundas ganas de tirar el celular por la ventana después de haberlo mandado? Pero aquí cuento con un problema más, porque tampoco han de ser de mi agrado las introducciones rimbombantes que se pasan de vuelteras y se toman demasiado tiempo para dar lugar a que el relato sea contado. Me molestan las mismas actitudes extrapoladas a los distintos ámbitos que pueblan mi vida. Como cuando el narrador comete la torpeza de quedarse como un palurdo enfrascado en una eterna introducción; como cuando un futbolista tiene que dar el pase porque la jugada se lo pide y prefiere hacer una de más para recién ahí darlo; como cuando alguien en un diálogo ya se explicó, ya dijo lo que tenía que decir, y aún no cede la palabra, permitiendo la continuación del diálogo que están teniendo.
Releo estos últimos dos párrafos y sospecho haberme engolosinado con la introducción, un segundo después de haber cuestionado a quienes la estiran cuando el texto les pide algo distinto. Entonces vayamos a lo que nos encuentra, a la historia, que se divide en dos partes exactas y, si fueran una novela, habría una hoja aparte que separaría una de otra. Como en estos casos no tengo la posibilidad de hacerlo, tan sólo me limitaré a comentárselos. Habrán dos partes —dos jueves consecutivos de aquel noviembre— y habrán tan sólo dos protagonistas. Es cierto que podrían haber más componentes, más actores y más espacios temporales, pero no creo que complejizar esta historia la mejore, dado que —al menos para mí— esta historia ya de por sí es bastante compleja.
Entonces comenzamos por el primero de los jueves, con él bajándose del tren y tardando en salir del andén por el tumulto que hay para cruzar los molinetes. Al cruzar, sube las escaleras que lo conducen a avenida Balbín y saca el celular para grabar un audio, buscando de refilón su moto entre las restantes amontonadas. Pasa atolondrado, más concentrado en el audio que en la moto, y es por eso que cuando termina la pasarela le llama la atención no haberla encontrado. Corta el audio, poblado de dudas, y vuelve sobre sus pasos. Es cierto que pasó así nomás, piensa, pero en tres años esto nunca le ha pasado. Camina entonces, dudando un poco de sí mismo, y el problema se da ahora, cuando pasa (esta vez sí prestando atención) y nuevamente no la encuentra. Ahora sí se le agiganta la sospecha de algo que ni se anima a poner en palabras. Son demasiadas motos, se dice a sí mismo, queriendo disipar el profundo abismo al que parece acercarse. Se propone mirar patentes, entonces, pero cuando no termina de contar la quinta, mira un poco más abajo y ve que allí está su cadena, cortada en pedazos, tirada sobre el alambrado que da a Campo de Mayo.
Esa noche de todos modos se ven. Omite detalles y sólo le dice que le robaron la moto, esquivándole a los cuentos de cómo los canas le tomaron el pelo cuando fue a hacer la denuncia. Tampoco le pregunta que cómo puede ser que el propio policía le haya recomendado sacar el seguro por robo y a los cinco días volver, que esta vez le hacía la gamba de no tomársela. Ahí el hombre habló en serio, no con la jocosidad de antes, y le demostró a plena luz del día lo imbécil que puede ser una persona cuando se la deja hablar más de dos minutos de corrido. Antes de eso, además, lo pasean de comisaría en comisaría, porque cada policía con el que habla le niega la jurisdicción del hecho, dado que en la estación se dividen tres localidades distintas. Va a la comisaría uno, a la dos, vuelve a la uno y casi lo hacen ir a la cinco, que está dentro de Campo de Mayo. Pero tiene suerte, de todos modos, porque —saliendo de la amargura que le produce el devenir de los hechos— el hielo de la noche en Capital se rompe fácil, porque cuando le dice que está abajo de su casa, ella al salir no camina hacia su auto, sino en dirección a otro que está delante con balizas. Recién al abrirle la puerta al pobre fulano se percata de su equivocación y logra verlo a lo lejos. Esas risas de lo ocurrido allanan el trayecto hasta Palermo en una noche cálida que se percibe con el simple andar de la gente, la soltura al caminar, el desabrigo y las risas resultantes de la lejanía.
Estacionan y dan con un bar que un amigo le recomendó. Al parecer es de esos bastante conocidos, con muchos seguidores en redes y algún que otro chapón atornillado a la entrada por motivos que se le escapan, dado lo poco frecuentes que le resultan ese tipo de lugares. Hay mucha gente en las inmediaciones amontonada y, cuando entienden que todo aquel tumulto hace fila para entrar al bar de culto, dicen de cruzar porque en la otra esquina hay un sucucho que también hace las de bar, sin la alevosía del otro, dado lo mal iluminado y desprolijo que se encuentra. La disponibilidad de mesas es suficiente para que se convenzan a entrar y, cuando deciden dónde sentarse, una moza les acerca la carta y promete avisarles si llega a liberarse alguna mesa en la terraza, aceptando tácitamente lo mustio y abandonado que se encuentra aquel lugar. Pasan allí un par de horas mirándose las caras, casi que a solas, aún jugando al prematuro juego de mostrar las barajas que cada uno quiere.
No se dan cuenta del tiempo que pasa hasta que la chica pasa a decirles que se liberó una mesa en la terraza. Con sólo subir las escaleras notan la diferencia en cuanto al aire que corre, la ambientación del lugar —con cables de focos cruzando el cielo de la noche— y la gente, que se encuentra en bastante mayor cuantía. Ahora continúan hablando de la vida, abandonando los arquetípicos temas que asoman cuando uno recién se conoce con alguien y pasan a tópicos un poco más interesantes. Hablan de los signos —sí, de los signos, pese a que él no tenga la más pálida idea de ello y sospeche que toda esa movida sea medio verso—; sondean levísimamente la política (dado que están en un mes electoral) y se sorprende al saber que le gusta también el fútbol y que simpatiza por Ferrocarril Oeste por su viejo, que también es hincha. Después hablan de amistades, de proyectos de vida, de relaciones pasadas, y él nota que en cada tema que conversan intenta de ir con el freno de mano puesto, dado que no tiene ganas de pasarse de rosca ni atolondrarse con nada. Ni con los temas que hablan, ni con las ideas que contienen a los temas, ni con las opiniones que obtenga de ella al ver las ideas que tiene.
Son pasadas las tres cuando les alcanzan la cuenta sin haberla pedido. Hace más de cinco horas que están juntos y —al menos a él— el tiempo se le ha escurrido de las manos. Se pregunta cómo habrá sido para ella, mientras la observa, y concluye que no puede saberlo. Al menos se lamenta con lo evidente. No ha ido al baño, piensa, para después volver y decirle que está para irse. No miró hacia otras mesas o hacia la pared, mostrando un implícito desinterés en lo que estaban hablando. No tuvo una cadencia de voz lenta, inmodificable y previsible, como si la charla fuese demasiado trivial para ella. Un desastre no habrá sido, piensa. Catástrofe evitada, se confirma. Pero ni bien piensa aquello, ve que está volviendo a sumirse en su atolondramiento de siempre. Le pregunta a la moza si puede pagar con tarjeta y ella le dice que el posnet está abajo. Baja las escaleras imaginando que el mundo —dos cuadras más allá— podría hablerse terminado y él nunca hubiera sido capaz de percibirlo.
Suben al auto, ¿y ahora? piensa él, lejos de poder saber en qué estará pensando ella. La conversación al menos dinamita la potencial incomodidad que le podría producir la cercanía en la que se encuentran. ¿Acaso ella estará pensando en lo mismo? ¿O continúa en la conversación porque genuinamente le interesa y no por la sandez de tapar un vacío temporal como hace él? Lamenta su nula experiencia en este tipo de asuntos, porque ahora no sabe abordar la situación, se da cuenta, mientras prende el auto, pone primera y gira el volante lo más a la izquierda posible para despegarse del cordón. Lo saca bien y sale tranquilo —casi no hay autos a esas horas por Palermo— y al poner segunda vuelve a preguntarse si esa noche se darán un beso. Algo le dice que la noche lo habilita, a la luz de cómo ha sido todo. Una noche prolija, cumplidora, en un lugar agradable. Pero de todos modos algo lo detiene. No se siente aún con esas credenciales que le permitan mirarla a los ojos cuando frenen en la puerta de su casa y acercarse a su rostro. ¿O sí las tiene y sólo necesita de la autoestima necesaria para esta clase de momentos? O quizá tendrá que dejar de ser tan precavido, tan averso al riesgo, a la posibilidad de que la vida a uno lo mire diciéndole que vale la pena haber vivido la cantidad de días insignificantes, rutinarios y desvaídos para llegar a ese momento, a ese exacto momento, en que todos esos días grises y típicos tomen forma y se doten de sentido, dado que aquella noche será capaz de poblar de vida, felicidad y paz a todos esos días aledaños, pasados y futuros.
Le gusta Milagros, se da cuenta. Le ha gustado salir con ella, la han pasado bien, y además está lamentando ese instante, porque la noche está llegando al final y aún no sabe si volverá a verla. Pero sí, le gusta, ¿qué le va a hacer? Si desde que se subió al auto que está meta pensar la cantidad de estupideces que acaba de pensar, con respecto a eso de los días insignificantes y rutinarios, y que vale la pena vivir. Entonces sí, le gusta, y no hay nada de malo en admitirlo. Cuando finalmente lo acepta —porque sí, vaya a saber uno porqué las personas tendemos a negar ese tipo de sensaciones cuando nos las topamos de frente— está doblando en la calle de su casa, que es en bajada. Han hablado durante todo el trayecto, pero él estuvo en otra, porque sus pensamientos parecieron cooptarle la atención y lo condujeron a una conclusión tan simple como compleja: que definitivamente Milagros le gusta. Estaciona sobre la pronunciada cuadra con un poco de torpeza, dado que para hacer marcha atrás en subida fuerza un poco al auto, y allí se encuentran. Van terminando esa conversación que él sostuvo enconado en sus pensamientos y se vuelcan sobre las últimas curvas del diálogo. Le dice que espera que la haya pasado bien, a lo que le responde que sí, que gracias por haberla invitado, entonces la mira a los ojos y le pregunta si le gustaría salir otro día, atento a percibir cómo se tomará aquella pregunta. Le dice que sí, nuevamente, y él se queda inmutado, pasmado, con la sensación de que no tiene nada más por hacer ni por decir por el resto de su vida. Bueno… dice él, demostrando sin atenuantes que se ha quedado vacío y ella al notarlo decide despedirse. Le insiste de nuevo con que gracias por todo y él le dice que no es nada, mientras la ve salir del auto y cerrar la puerta con cuidado. Espera a que entre y, cuando lo hace, saca el freno de mano por lo que el auto comienza a moverse calle abajo. Llega al semáforo, que está ahí nomás, y acaricia el freno porque está en rojo. La calle muerta, en ese viernes que aún no ha amanecido, y al poner primera comienza a hacer el raconto de la noche. La han pasado bien, sí. Han conversado mucho, sí. Los tuvieron que echar del bar y eso es una demostración del tiempo que han estado, sí. Le aceptó volver a verse, sí —pero en realidad no lo sabe del todo, porque nuevamente existe la posibilidad que le haya dicho que sí como a los locos—. Se dieron un beso, no, no se han dado un beso. Y entender aquello, cuando termina de hacerlo mientras sube a la autopista, le generan unas profundísimas ganas de querer extinguirse de este mundo.
Hasta aquí llega la primera parte, con él manejando de regreso a su casa por una autopista semidesierta. La segunda, como les dije de antemano, comenzará el jueves siguiente, de nuevo en Palermo, y entre ambos jueves transcurrirán días de pocos mensajes, veredas frías y una símil distancia a cuando no se conocían. Pero aquello no es una desgracia para él, porque en uno de esos escasos idas y vueltas la vuelve a invitar y ella, para su sorpresa, nuevamente le dice que sí. Dicen de ir a la zona de Serrano —o, para quienes precisen de exactitudes, a la Plaza Julio Cortázar—, pero no todo es tan fácil como parece ser, porque el problema se da cuando vuelve a pedir el auto en su casa, otro jueves por la noche, para volver a regresar a deshoras. La primera vez pudo remarla porque un amigo suyo es músico y cada tanto toca en bares de la zona, por lo que tan sólo bastó justificar una función suya. Ahora no tiene más amigos artistas por evidenciar, por lo que se limita a mencionar una juntada con amigos. Le dicen que vaya en tren y que se quede a dormir en lo de alguno, aprovechando que además al día siguiente tiene facultad desde temprano. Al ver con la simpleza que resuelven las cosas sus padres esa noche, entiende que no le queda otra opción que decir la verdad, a sabiendas de que está nombrando por primera vez a una mujer en particular y que (justamente por eso) su madre, durante un segmento temporal entre los próximos ocho meses y los próximos cuarenta años, —por más que Milagros se mande a mudar a un pueblo recóndito del sudeste asiático— le pedirá inquisitivamente toda información posible en relación a ella. Será el costo de haber sido tan callado en aquel tema con sus padres desde la noche de los tiempos. Pero es ahora, cuando toma noción de lo poco que le importa, que entiende el verdadero interés que tiene por ella, confiando en que le darán el auto al tratarse de una mujer blanqueada (y un poco también, quizá, porque la generación de sus padres no ha logrado dirimir con mucha exactitud una distinción fronteriza entre salir con alguien y estar de novio con esa persona). Sus cálculos son precisos porque con tan sólo nombrarla aflojan fácil. Le hacen preguntas sobre ella que logra evadir en el momento, reconociendo de todos modos que no podrá esquivar por mucho tiempo más las susodichas interrogaciones inquisitivas de su madre, que por momentos parece querer matarse al ver lo básico que es su hijo y lo suficiente que parecen ser para su vida los encuentros con sus amigos y el fútbol. Una luz tenue un poco anaranjada queda aún en el horizonte, colándose entre el tendido de cables, el alumbrado público y las extremidades de las casas, asimétricas, que asoman en la panorámica bonaerense. Él sale un rato más tarde, ya con el cielo encapotado por nubes que parecen envolver a la oscuridad.
Los ademanes con los que arranca el auto a simple vista parecen ser serenos, dado que si recién hablé del cielo, del atardecer y de la panorámica que enmarca a Villa de Mayo, es porque nuestro protagonista ha tenido el tiempo para detenerse y notar aquello, lo que hará suponer al lector que el tipo va plácido por la vida. Lamento romper con sus expectativas, pero en verdad sus comportamientos distan de la placidez que uno puede llegar a imaginar. Se le hizo tarde y es por eso que maneja gobernado por el acelere. Debería estar llegando a lo de ella en un rato y recién sube a la autopista, preguntándose porqué tuvo que hacer lo que hizo, si la prioridad de la noche por una vez consistía en una mujer y no en sus amigos. Pero no, tuvo que ir al club porque uno de ellos jugaba la semifinal del campeonato y recién cuando terminó el partido, al mirar la hora entre los festejos, se percató de lo tarde que era. Tiene suerte de todos modos porque el tránsito que parecía haber al principio se disipa antes de dar con la General Paz. Cuando baja de la autopista, piensa en frenar en una estación de servicio porque muere del hambre, pero descarta la idea porque será más tiempo perdido. Entre que volvió del club, peleó por el auto —declaración mediante— y se bañó, no tuvo tiempo de comer nada. Ve que una amiga en común le escribe emocionada porque se acaba de enterar que está por volver a salir con Milagros. Él aprovecha que la tiene en línea y le pregunta de algún bar por Palermo donde puedan, además de tomar algo, también comer, sin que el lugar sea un velorio y tenga algo de música, que aún no se tienen tanta confianza. Le habla de uno subterráneo, que está escenificado en alusión al subte de Nueva York, bastante turístico, a lo que acepta y agradece, sin dejar de sospechar que le están por arrancar la cabeza con el precio. Va al chat con Milagros y le dice que baje, que acaba de llegar.
Cuando estacionan y llegan al bar se da cuenta que su sospecha fue acertada, porque el rango etario con el que se encuentran antes de bajar las escaleras es, en promedio, diez años mayor que ellos. Bajan de todos modos y caminan entre los vagones neyorkinos que están muy bien logrados. El ambiente se pasa de festivo, se da cuenta, y con lo fuerte que está la música hablar es imposible. ¿Ahí le recomendaron que fueran a comer? Además ve que está por endeudarse en la barra y, con el buraco que tiene en el estómago, unos simples tragos serán suficientes para depararlo en una curda de Dios y Padre nuestro, por lo que decide preguntarle en aquel aturdimiento si no está mejor para salir a caminar e ir a otro lado, aun con el miedo de que ella estuviese a gusto allí y fuese demasiado temprano para andar teniendo la primera descoordinación de la noche. Salen y con tan sólo hacer una cuadra se encuentran casi en soledad, caminando por calles adoquinadas que se cubren por árboles de antaño y edificios altos, en un estilo más parecido al de Belgrano o Colegiales que al que se suele ver en Palermo. Es cálida la noche, ha vuelto a tocar buen tiempo, y caminan sin rumbo. Quieren dejar la comodidad del celular que siempre sabe dónde depararte y prefieren que las propias calles los conduzcan, mientras hablan de la vida. Hacen unas seis cuadras y dan con una cantina situada en una esquina. Se siente precipitado proponiéndole entrar allí, ¿pero qué le va a hacer? Son pasadas las doce de la noche y no ha comido nada. Ella pide un gin y él cualquier cosa que salga rápido, porque tampoco es la idea que el tiempo se les haga chicle en aquel ambiente lúgubre y pacífico. Milanesa con arroz le dice el camarero, a lo que él acepta. Enfrente hay un bar que está hasta los codos de gente, al punto que tiene personas hasta en la vereda conversando. Cada fulano que está allí notan que tienen una banderita abrochada a su vestimenta y ella le comenta que ese bar es de aquellos que promueven el encuentro de extranjeros, dado que uno va, dice de dónde es y le dan su pin para poder ser reconocido y hacer lo mismo con los demás. Él le dice de ir y decir cualquier nacionalidad, considerando que ella vivió unos años en el exterior de modo que seguramente se le dé bien con el inglés, pero ella se niega a toda costa, riéndose, con los pómulos un poco enrojecidos de la vergüenza al pensar lo que podría llegar a ser eso. Capaz está yendo muy rápido, piensa, mientras le acercan el plato con la milanesa, y cae en la cuenta que ese tipo de tacto, de sensibilidad frente al escenario donde se encuentra, quizá, comiéndose una milanesa pasadas las doce de la noche en una segunda salida, es algo que no abunda en su personalidad.
Por suerte el plato era chico y pudo liquidarlo rápido, porque el bolichito que eligieron ya estaba cerrando. Agradecen la espera de los mozos y, al cruzar la puerta vaivén vidriada, vuelven sobre sus pasos al auto para ir a Serrano. Cuando llegan, estacionan delante de un container gris que rebalsa de basura, caminan una cuadra y media y dan con la plaza. Se sorprenden al ver la cantidad de bares que hay en aquel lugar, confesando de soslayo que, en dos noches, han recorrido más por Palermo que en toda su vida. Dan con una esquina y se sientan al lado de una mesa larga, donde una gran cuantía de uruguayos —por la indumentaria que tienen— disfrutan de una comida tardía, luego de seguramente haber ido a la cancha de Boca y haberle ganado 2–0 al seleccionado argentino por Eliminatorias. Ni bien se sientan, ella pasa al baño y le dice que le pida un chop. El lugar está lleno de gente, por lo que nadie irá a atenderlo durante todo ese rato que ella se demora por la fila que hay en el baño de mujeres. Él, preso de su aburrimiento y soledad, gira de su silla y les pregunta a los más próximos de la mesa contigua si fueron a la Bombonera y cómo fue partido, que no lo pudo ver. Un rato después, la totalidad charrúa se levanta, paga todo en efectivo y se aleja lentamente por la calle que nace en esa esquina.
Si uno tuviese la posibilidad de ver esta historia con una perspectiva completa, creo que apreciaría un poco más el momento en que se acaban de encontrar nuestros protagonistas. Como esos partidos claves y definitivos para ese equipo prometedor que está peleando por el campeonato como no lo hacía hace mucho tiempo. Pero surgen las dudas, porque muchos dicen que aún no le ganaron a nadie, que por el momento aquel es un proceso inacabado, entonces necesitan de un partido específico para foguearse y demostrar si están para grandes cosas o si en verdad todo ha sido una primavera momentánea. Un clásico de visitante, un rival directo por la lucha del campeonato, un equipo que sistemáticamente hace años viene siendo tu verdugo. Y ahí estás, encontrándote frente a él. Porque ahora se conocen y se saben un poco más el uno al otro, porque es la segunda vez que se están viendo en una semana y ya han estado en lugares que les dejarán al menos un mínimo recuerdo en su memoria. El bar de culto; el sucucho de enfrente; su terraza; los subtes neyorkinos; la lúgubre cantina y ahora Cortázar. Aún queda por definir si ese recuerdo será algo más —el primer eslabón de algo (vaya a saber uno qué)— o sólo un mero recuerdo descartable e impersonal, carente de esencia y de tacto que amerite la memoria de alguna persona. Entonces allí están, allí se encuentran. Y él tiene más miedo que nunca porque teme ahora sí que esté gustándole de verdad, permanenciendo en la ignorancia de qué podrá llegar a pensar ella de todo esto. Aún no puede meterse en su mente. Podrán conversar, sentirse cerca, tener encuentros mentales, pero todavía están muy lejos de poder saber con honestidad qué es lo que tiene el otro en su cabeza. Se sienten un poco más solos, ahora que se fueron los uruguayos, y con un poco más de confianza. Vuelven sobre la infancia de cada uno, ella cuenta un poco más de cuando vivió de chica afuera y comparan lo diferente que tienden a ser las personas dependiendo el lugar en donde se desarrollen. Cavan un poco más hondo y ella cuenta algún que otro pavor que le ha quedado de chica que con el correr de las palabras vislumbra que coinciden en más de lo que pensaban. Desarrollan el tema, porque dos personas que padecieron de lo mismo tienden a abrirse un poco más al diálogo que lo normal y, cuando comienzan a raspar superficies movedizas, cuando él teme que la conversación esté tomando más profundidad de la que debería, lo salva un vendedor de plantas que les apoya el cajón en la mesa, haciéndola tambalear y logrando captar su atención. Le pregunta si tiene alguna pequeña y a qué precio, porque se le acaba de ocurrir algo, pero así como se le ocurre descarta aquella idea, porque el precio de la maceta está por encima de sus expectativas. Cuando lo ve irse al vendedor, le explica que su madre está armando una huerta y había pensado en sumarle una al proyecto, mintiéndole descaradamente, con la superficial, inocente y periférica idea de comprarla para que cuando llegasen a su casa pudiese enternecerla diciéndole que en verdad era para ella, para que tuviese la posibilidad de tenerlo presente de algún modo deleble y finito, y dejarla sin palabras. Ustedes verán: los seres humanos suelen tener ideas bastante quiméricas y particulares cuando una persona les gusta. El vendedor al parecer viene con una mala noche, porque luego de haber deambulado por las otras mesas del lugar, vuelve a la suya y le dice que se la deja a mitad de precio, a lo que él termina por aceptar.
Son casi las cuatro de la mañana cuando un camarero sale y les dice que ya están cerrando, alcanzándoles la cuenta y haciendo lo mismo en las pocas mesas contiguas que quedan. Cuando se acercan a pagar ella se queja nuevamente por estar siendo invitada, pero no lo dice tan enfáticamente porque ya hablaron de eso. Se volverán a ver, pero la próxima vez invertirán roles: ella irá a Villa de Mayo a buscarlo, irán a algún bar por San Miguel y terminará pagando la cuenta. Seguro él no lo termine permitiendo, pero de todos modos le gusta ese concepto de invertir roles como excusa de tener la posibilidad de verla una vez más. Ahora el que pasa al baño es él y, mientras se desabrocha el cinturon en el mingitorio, concluye que la vida, después de tanto tiempo, parece haberse convertido en algo un poco más fácil que lo que supo ser.
Salen del bar y la panorámica que tienen es la de una plaza semivacía. Agradece para sus adentros la nula cantidad de transeúntes que hay, porque si no hubiera estado bastante más incómodo de lo que está llevando la planta que lleva, tan desproporcionada, que se monta sobre una maceta minúscula, con una cantidad de tierra aún más minúscula, pero con tallos grandes y amplios, que lo obligan a caminar como un robot para poder mirar hacia delante. Pero no todas son pálidas, porque por primera vez él siente que han llegado a un grado de conexión donde los silencios no son una molestia y la noche permite contemplarse por sí sola. Las palabras son prescindibles a su lado, mientras que Serrano parece un viaje en el tiempo dado lo solos que se encuentran bajo el cielo de la noche. Entre todo lo sublime que envuelve al momento, lo único que lamenta es tener las manos ocupadas llevando aquella planta, porque tiene el presentimiento de que tranquilamente podrían estar tomados de la mano (esa noche sí siente tener las credenciales para ello). Prueba llevar la maceta con una mano y casi se le desarma dado lo precario que es su ensamblado, pero esto pasa a ser algo absolutamente insignificante cuando doblan en la esquina, hacen media cuadra y saca las llaves del auto, porque aunque oprima el botón para abrirlo, este no hace el típico ruido al destrabarse, lo cual le llama la atención. Toma la manija, pensando que se lo dejó abierto sin querer, pero de todos modos no puede abrirlo. Mira sus llaves, un poco confundido, y cuando vuelve a oprimir el botón ve que el auto permanece sin reaccionar. Todo parece igual. Una cuadra y media de distancia, el Peugeot gris, el container detrás —esta vez vacío, sin basura—, por lo que decide retroceder unos pasos y leerle la patente.
Es ahora cuando siente perder el apoyo de la superficie, porque le sobrevienen unas abismales ganas de tirarse al piso y quedarse allí, descompensado para siempre. No es su auto, se da cuenta, y tiene la profunda certeza de que se lo han robado. Se siente vacío de palabras, de expresión, y el aire no parece pasarle por la garganta. Las imágenes de la denuncia del robo de la moto se le cruzan por la mente y se vuelve a imaginar, esta vez, en la comisaría de Palermo, perdiendo horas de su vida con el trámite; los canas tomándole el pelo; la llamada a los viejos y el susto que se darán al ser llamados a las cuatro y media de la mañana; la falta de respuestas; el incordio de preguntas precipitadas antes de entender que les robaron el auto; la profunda indignación de su padre al ver que tiene la voz quizá un poco patinosa producto del escabio; la promesa de que nunca más en su vida se lo prestará y así, sucesivamente, la catarata de hechos que se le van cruzando por la mente. Además, se da cuenta, aunque aquellos pensamientos lo acechen, no puede expresarlos así frente a ella, por lo que debe esquivarle a cualquier ridiculez lindante a tirarse al piso o desesperarse dado el pavor que le genera todo eso. ¿Cómo le van a robar en una semana los dos vehículos que hay en su casa? ¿acaso es estúpido? Pero no pasan ni tres segundos de todo esto —porque la mente tiene la posibilidad de ir mucho más rápido que las palabras— donde él está enmudecido, pálido, y ella al verlo estaqueado concluye que simplemente se equivocaron y que se den una vuelta porque en algún lado tiene que estar.
Caminan las calles que rodean a la plaza, porque la única certeza que tienen es haber dejado el auto en alguna de sus perpendiculares. Bordean Honduras en dirección a Juan B. Justo y nada. Doblan y van hacia las de Borges, tampoco, mientras siente que su alma ante cada paso se va diluyendo entre sus tripas. Siguen caminando y aunque sólo hayan hecho cuatro cuadras él está completamente exhausto. Siempre fue tan precavido, piensa, siempre le insistieron tanto en su casa con que sea cuidadoso, con que preste atención, y tiene que ir y arruinarlo todo. Justo ahora, justo esa noche.
Ella no ha notado nada de todo esto —porque aunque se sienta vencido, aún tiene la lucidez para discernir entre apariencia y pensamientos—. Una cuadra atrás pensaron que lo habían encontrado y que no estaba el container porque algún camión lo había levantado, pero no. Ante la falta de respuestas las personas tendemos a formar supuestos demasiado forzados para lo sencilla que suele ser la realidad. Ahora ella va bastante más adelante porque el otro da sus pasos al ritmo del pan y queso, con el profundo deseo de que la tierra lo trague. Pero es ahora, cuando ella dobla en Gurruchaga, donde vivir, respirar y algo tan básico como existir vuelve a tener sentido, porque él aún no ha doblado pero la escucha gritar que sí, que está ahí el auto, que es ese, y él se siente muerto, al borde del colapso, y nota cómo el aire le vuelve a pasar aún alterado por la garganta y la vida es algo que vuelve a suceder por fuera de sus temores. Es recién ahí, al tomarse las rodillas con sus manos dado lo agotado que está, que se da cuenta que se ha dejado la planta en algún lado. La puta planta. ¿Será posible? No tiene la más pálida idea de dónde la apoyó, en ese lapso de minutos que parecieron ser eternos. Entonces entiende que el auto no se ha movido nunca, que siempre ha estado ahí y que él nomás ha sido un atolondrado imaginándose el aluvión de cosas que pasaron por su mente. Cuando levanta la vista, la ve a ella que se acerca festejando, como un grito de gol en ese partido clave del que hemos hablado anteriormente, antes de que a él se le ocurra la estupidez de la planta y gaste plata y complique su vida con ella, para terminar dejándola en alguna calle perdida de aquel barrio. La ve venir ahora, jubilosa, casi que con ganas de abrazarlo, pero sin poder hacerlo dado que aún el tiempo no se los permite. Al menos se aproximan hasta la orilla indeleble de poder mirarse felices y aliviados. Dobla en la calle y ve el container gris. Gracias Dios que todo sigue siendo igual. Caminan esos últimos metros y a él lo aborda la sensación de que esa noche ha fogueado a un equipo de época, a esos que terminan dejando una huella en el tiempo. Son pocas las veces que se dan, y hay que tener la finura para percibirlo. Y él esta vez siente percibirlo. De modo que tiene la certeza de que no necesita de planta o artilugio alguno para hacerla enamorar y darle un momento más para que se cuestione las cosas. No es momento de cuestionamientos, es más bien el de las certezas. Es por eso que cuando se suben al auto, cierran la puerta y se dan un segundo más para mirarse a los ojos, porque saben perfectamente qué está por pasar a continuación.
Septiembre 2025.
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