Rodeados de la inmensa mirada de los libros alguna vez existidos y entre las ocho baldosas que forman el punto final del salón, todo sucedió a causa y razón de la biblioteca de Dios. Sus estanterías, de un mármol que no conoce el desgaste, sostienen en silencio los actos de la humanidad, petrificados en sus pilares. En la sección de los libros bélicos, las figuras talladas de héroes grecolatinos sostienen obras literarias semejantes a las manos a las que pertenecen: Un libro puede alcanzar el tamaño de un sol o de una galaxia; a ojos humanos, estos tamaños resultarían irregulares, pero para Dios son apenas centímetros. En la sección filosófica, Russell, Epicuro, Rowe, Nietzsche, Ayer, Sartre, Camus y Heidegger están esculpidos, pues este Dios considera su único pecado, Dios pecador, sentir una inclinación por los filósofos que lo niegan —Dios ateo de sí—.
Algunos sabios, redimidos por su búsqueda, compartían la eternidad leyendo los libros que nacían en el mundo, experimentándolos en la sustancia misma del alma. Debían, a su vez, mantener el orden y seguir algunas pautas: El habla está prohibida, pues esta práctica humana se consideraba griterío a oídos divinos; Mover o tocar cualquier tipo de materia o sustancia —tales como estrellas— a fin de tomar un libro o por el simple goce de sentir estos cuerpos, era castigado con la exclusión eterna. Entre otras normas no menos importantes que fueron creadas desde la luz del primer libro, y por el cual se aplaude como único logro de la humanidad.
Solo Dios sabe la razón de los hombres, y solo los hombres son capaces de innovar la razón.
—Mi libro es más gordo que el tuyo —gritó un hombre con una soberbia que pretendía ser sabiduría.
—No, ignorante. —Expresó al soplo. Una riña había comenzado en algún lugar incierto del espacio— Un libro no pesa por su tamaño, sino por sus palabras —respondió voraz y todos los libros enmudecieron.
Retumbaban las voces como cantos tenores. Ningún libro —muy sabio de ellos— quedaba sin palabra por atender. Los libros cercanos escuchaban en primicia el conflicto, y los lejanos debían esperar algunos milenios a que el sonido alcanzase su parte del universo.
Jamás había existido un pleito en ese paraíso: Los sabios escapaban del recinto, temiendo que la culpa del caos los alcanzara. Aquel primer amenazó con disolver la palabra misma. Consigo se llevaron aquello que apreciaban y, al ser abandonado el lugar —incluso por las mismas galaxias, estanterías y libros—, los dos extraños hombres que aparecieron, productos del sinsentido, se enfrentaron en el espacio blanco que había dejado el universo al irse, acompañados de algunas pocas palabras huérfanas iguales a las de esta página.
—No —negó el hombre.
—Sí —afirmó el otro hombre.
—No —negó su afirmación.
—No —negó su negación.
Diálogos redundantes e incoherentes —común de los hombres— incrustaban con firmeza su postura, transgrediendo la pureza de la razón con el fin de tener razón.
—¡Ja! Negaste tu propia negación.
—Explícate.
—Cito: «No —negó su negación.» Dando a entender que negaste la negación que iba a negarme.
—¡Me niego! Es culpa del que escribe, yo no redacté eso.
—¿Del que escribe qué? Si estamos hablando.
—¿Cómo que hablando? Ah… es cierto. No lo sabes aún, lo siento —observó el blanco espacio y a las palabras que lo rodeaban—. Explícame ¿Cómo conseguiste leer la acotación «negó su negación» si no la he dicho?
—Porque está escrita —aclaró inocente, más pronto abrió sus ojos en horror y advirtió lo que pasaba— ¿Está escrita? —Cayó de rodillas vencido y agarró con nervio su cabeza— ¿Somos entonces la conciencia de un otro? —susurró, comprendiendo que alguien lo pensaba desde más allá del verbo.
Las palabras huérfanas por el huir de los libros se habían reunido y dado vida. Tras el quieto pánico de que todo albedrío era un simulacro escrito, miró a su alrededor, al blanco espacio que lo acompañaba y a las palabras que formaban oraciones iguales a estas. Se leyó a sí mismo. Uno de los diálogos ya sabía que no era hombre, que solo lo mencionaban como tal. Pero el otro, lector de sí mismo, supo que era un diálogo también al saberse escrito, y que era leído por un ser verdadero por encima de su existencia.
—Usted y yo somos palabras —reveló el diálogo al diálogo que se creía hombre—, coexistimos por obra de unos ojos remotos y por causa del desamparo de un Dios. Al acabar este cuento, ya no existiremos, y si vuelven a leernos, olvidarás que eres un diálogo, y pensarás otra vez que eres un hombre, y volverás a sufrir el saber que no existes más allá de las palabras que aquí te nombran.
Dios, aburrido, cerró las puertas y tomó otro libro. Pero comprendió que, como los diálogos son palabras, y las palabras criaturas suyas, también él podía ser criatura del lenguaje. Entonces meditó y temió, por un instante, no ser escritor de este cuento, sino apenas otro personaje.
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