No sé qué pensaba don Benjamín cuando me observaba reteniendo las lágrimas, vulnerable, convertido nuevamente en un niño. Pero cuando me abrazó, exclamó con una serenidad digna de Epicteto:
"No retenga eso más, llore, mi joven metódico, llore que se le acaba de morir una mamá"
Y en su habitual tono filosófico, pero esta vez como el padre en que se había convertido en mi vida, continuó:
"En un nivel, sostenga la conciencia de que ella acaba de graduarse, que el currículo que tenía para esta encarnación lo cumplió a la perfección, y que ahora debe estar frente al Espíritu Santo, evaluando y entendiendo sus fallos, comprendiendo cómo su dolor la purificó y, quién sabe, quizá lista para volver.
Pero, por otro lado, llore, mi joven métodico,llore que usted es apenas un hombre, y no hay filosofía ni comprensiones espirituales que le eviten este dolor. Ese dolor es amor, es su corazón abriéndose de par en par. No se defienda contra el dolor, mi muchacho, porque así le está huyendo al amor. Como nos decía Fernando, y como yo le digo a usted: “Recibamos con recogimiento lo nuestro”.
Y, poniendo mi cabeza contra su pecho, don Benjamín me dejó llorar en silencio, y parecía como si todo el universo gritara: "Padre, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu padre".
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