Dormir

Amo dormir.

Me encanta estar inconsciente.

Hay algo sagrado en rendirse al sueño. No tener que ser nada ni nadie por unas horas. Desaparecer sin consecuencias. Flotar. Que el cuerpo caiga rendido sin explicaciones ni exigencias, y que la mente —tan ruidosa, tan cruel a veces— finalmente calle.

Cuando duermo no tengo que gustarle a nadie.

No tengo que responder mensajes, ni sostener una conversación con una sonrisa ensayada, ni fingir entusiasmo por cosas que no me importan.

No tengo que mirarme al espejo y preguntarme si soy suficiente. Si estoy bien. Si me están viendo.

Dormida, nadie me juzga. Ni siquiera yo.

Y cuando me hundo del todo, cuando cruzo esa línea invisible entre el insomnio y el olvido, ahí encuentro algo que ni siquiera sé nombrar.

No es paz.

No es placer.

Es más bien… una suspensión del ser.

Una tregua.

Una rendición deliciosa.

Hay noches en las que me acuesto deseando no volver a despertar. No por un impulso fatal, sino por un anhelo secreto de quedarme en esa nada donde no siento el peso de existir. Donde no tengo que cargar con mis recuerdos, ni con lo que esperan de mí, ni con esta constante necesidad de justificar mi presencia en el mundo.

Dormir es lo único que puedo hacer sin fallar.

No me juzgan por ello. Al contrario, se celebra: “descansá, te lo merecés”.

Y entonces me permito hacerlo sin culpa.

Desaparecer unas horas sin tener que pedir perdón.

Amo dormir. Me encanta estar inconsciente.

Es el único momento donde no necesito entenderme.

Ni explicarme.

Ni defenderme.

Solo me hundo en mí, en ese silencio absoluto, en esa oscuridad cálida y profunda donde, por fin, nada duele.