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ㅤ뛰어내리지 마세요. 제발, 뛰어내리지 마세요. 지금 여기 있어요 — DON'T JUMP, PLEASE! 모든 것이 잘 될 것이라고 약속합니다. / @SANGYŌUNIVERSITY JAPAN. «하지만 만약 잠이 어떤 성격의 잠이었다면, 우리는 이런 잠이 과연 이런 것인지 묻지 않을 수 없습니다. 가장 고통스러운 기억, 인생을 영원히 마비시킬 것 같은 사건들이 어두운 날개로 스치는 치유책일까요? 심지어 가장 추하고 가장 비열한 사람들조차도 그들의 가혹함을 문지르고 금빛으로 물들이는 치료책일까요? 때때로 삶의 격동에 죽음의 손가락을 얹어야 할까요? 우리는 매일 소량씩 죽음을 맞이해야 하는 걸까요, 아니면 생계를 이어갈 수 없는 걸까요?» Catorce de octubre, seis veinte de la mañana.
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Pequeño ritual matutino: escapar de la sala de profesores, fumar un par de caladas y dejar que el viento se lleve las palabras de los colegas-maestros que aún zumban en su cabeza. Demasiado temprano para discutir.
El aire en la azotea huele a humo viejo, a pintura húmeda y a ese polvo tenue que parece no asentarse nunca. Dohwa empuja la puerta metálica con el hombro, distraído, con la cajetilla de cigarros asomando del bolsillo de su abrigo. Ha repetido ese gesto tantas veces que el acto de encender uno de esos cilindros se confunde con respirar.
Pero hoy es distinto. 
La puerta se abre con un chirrido y, por un instante, Dohwa no entiende lo que ve. Una figura, ligera y quieta, está de espaldas a él, al otro lado de la barandilla de seguridad. El cabello oscuro de la muchacha se agita, y su cuerpo parece flotar suspendido entre el cielo encapotado y el vacío. Solo sus manos, pálidas y tensas, la atan todavía a este lado del mundo.
El cigarrillo se le cae de los dedos. Dohwa siente un golpe seco en el pecho, un impulso que no pasa por el pensamiento. Corre. Sus zapatos resbalan sobre el piso húmedo, el corazón se le trepa a la garganta, y la distancia —esa pequeña franja entre ella y él— se vuelve insoportable.
—¡Eh! —grita, y su voz, áspera y rota, se estrella contra las paredes del edificio.
La joven gira apenas el rostro. Sus ojos son dos espejos apagados, sin brillo, sin furia. No hay lágrimas, ya las ha llorado todas. Su falda ondea con el viento, y él piensa, sin querer, que parece un pétalo al borde de marchitarse. 
—No te acerques —dice. Y la firmeza de su tono le detiene más que cualquier súplica.
Dohwa levanta las manos, como si frente a él hubiera una criatura salvaje a punto de huir. Siente el frío clavarse en los nudillos, el aire cortándole la respiración.
—Está bien —responde con calma—. No voy a acercarme. Pero... hablemos un momento, ¿sí?
La muchacha no responde. Dohwa intenta leer el temblor en sus hombros, el modo en que se aferra al metal. Ella no quiere saltar pero, ¿Quién no ha estado al borde de? 
—No hay nada que hablar.
El profesor da un paso lento, lo bastante prudente para no asustarla, lo bastante decidido para que ella note que está ahí. 
—Virginia Woolf escribió —dice Dohwa, como un tonto que no sabe más que de libros y arte— que la vida es como una ola que sube y baja, pero que nunca se detiene del todo. Incluso cuando parece que el mar se ha ido, vuelve. Siempre vuelve.
Una risa le corta el aire. Es una risa breve, seca, que no alcanza a ser burla, pero tampoco alivio—. Virginia Woolf se metió piedras en los bolsillos —responde la muchacha— y caminó directo al río.
Dohwa asiente. Es tragicómico. 
—Sí. Pero no lo hizo porque odiara la vida —responde—. Lo hizo porque ya no pudo sostener el peso del agua dentro de ella. Y sin embargo, antes de irse, nos dejó sus palabras.
El viento sopla más fuerte. La falda de la muchacha se sacude con violencia, y por un instante parece que el aire mismo la empuja hacia el vacío. El coreano siente el corazón apretar de nuevo y la urgencia de actuar. 
—¿Y si ya no tengo nada que dejar? —pregunta ella, sin apartar la vista del abismo. Su voz suena tan rota como ella misma se ve. 
Él traga saliva. Se le escapan los años de experiencia, los discursos que alguna vez pronunció sobre arte, sobre sentido, sobre la belleza como acto de resistencia. Ninguna palabra parece adecuada cuando la vida pende de unos dedos. Dedos frágiles. 
—Todos estamos rotos —responde suavemente—. La diferencia es que algunos aprendemos a mirar a través de las grietas. Ahí entra la luz, ¿sabes? Lo dijo... eh, ¿Leonard Cohen? Pero podría haberlo dicho cualquiera que haya <vivido> lo suficiente.
Ella lo observa por primera vez—. ¿Cómo te llamas? —Dohwa da un paso más, apenas uno, mientras intenta distraerla.
—¿Por qué le importa? —pregunta la joven, con una mezcla de desconfianza y desconcierto—. Yo... Jin-ri. 
—Porque te veo, Jin-ri —dice él—. Y porque sé que, cuando uno está al borde, lo único que necesita es que alguien más mire hacia allí también.
A lo lejos, un pájaro cruza el cielo gris, un trazo negro que desaparece entre las nubes. Dohwa se da cuenta de que está temblando. No sabe si por el frío o por el miedo.
La muchacha respira hondo. Mueve un pie, como si se preparara para volver a este lado. Pero el metal, húmedo por la llovizna, la traiciona. Un resbalón breve, un grito apenas contenido, y el cuerpo se inclina hacia adelante.
Dohwa se lanza. El golpe lo sacude, un tirón seco le recorre el hombro. La sostiene de la muñeca con una fuerza que no sabe de dónde nace. Ella cuelga del otro lado, con los ojos abiertos, el pánico devolviéndole una vitalidad brutal.
—¡No mires abajo! 
Ella obedece. Y el profesor, con un esfuerzo torpe por la peligrosa posición, la va atrayendo hacia sí, centímetro a centímetro, hasta que finalmente la abraza contra el suelo frío de la azotea.
El silencio que sigue es pesado, pero dura poco. Se escucha el jadeo entrecortado de ambos, el golpe desacompasado de los corazones... Jin-ri rompe a llorar. Dohwa da palmaditas en su espalda, sin decir nada. 
El cigarro, olvidado, yace aplastado junto a un charco de lluvia. Lo mira, y por un instante le parece un símbolo demasiado obvio y estúpido. Saca la cajetilla, duda, la guarda en el bolsillo y suspira.
—A veces —empieza, con voz baja, en un pensamiento más que una frase— vivir es solo eso: quedarse un poco más. Vamos a quedarnos un poco más, ¿mm? 
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Nota de página: “I meant to write about death, only life came breaking in as usual” ― Virginia Woolf.

gato callejero
vérsame — come de mis costillas / habito en la ternura, con el corazón hecho para dar abrigo.
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