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¿Dónde van los gorriones cuando mueren?

Dec 2, 2025

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¿Dónde van los gorriones cuando mueren?
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No sé en qué momento empecé a pensar en los gorriones. Tal vez fue una mañana cualquiera, cuando uno cayó sin ceremonia al borde de una vereda y nadie se detuvo. Esa indiferencia que me quedó clavada. No por sentimentalismo, sino por la precisión brutal con la que resume el mundo: lo pequeño desaparece sin que nadie cambie.

Un gorrión muerto no altera el día, pero sí desnuda una pregunta que no sabemos formular del todo. No es "por qué mueren", no "cómo". Es ese "a dónde" que desliza entre la razón y algo más primitivo, más íntimo, como si tratáramos de asomarnos a un territorio donde la vida se vuelve irreconocible.

Quizás la pregunta persiste porque no buscamos el destino del ave, sino la huella de lo que se pierde sin ruido. Los gorriones tienen esa cualidad incómoda: existen en un punto donde casi no dejan sombra. No poseen la majestuosidad que obliga a mirar ni la grandeza que concede memoria. Son presencia discreta, y su muerte mantiene esa misma discreción, como si el mundo los tragara sin esfuerzo.

Aun así, algo de ellos queda vibrando. No en un cielo poético ni en un consuelo prefabricado. Queda en la percepción afilada de quien entiende, aunque sea por un instante, que la vida no necesita ser grandiosa para ser necesaria. Que lo diminuto también sostiene estructuras invisibles: la idea de hogar, la quietud de una tarde, el simple acto de que haya un canto más en el aire.

¿A dónde van, entonces?

Tal vez regresan a una forma anterior, a una materia que no entiende de identidades. Nada místico, nada sagrado: un desprendimiento. Un volver a ser parte de lo que no tiene nombre ni intención. O tal vez no regresan a nada: tal vez solo dejan de estar, y la desaparición es más radical de lo que admitimos.

Lo inquietante no es la muerte del gorrión, sino comprobar que la existencia puede ser así de leve. Que un cuerpo puede atravesar el mundo sin dejar un pliegue definitivo. Que la pérdida puede ser tan silenciosa que roza lo imperceptible.

Pero incluso lo imperceptible registra su ausencia. Uno lo siente sin saber dónde. En la mañana que parece más vacía. En el cable del tendido eléctrico que de pronto está quieto. En la sospecha de que el aire conserva un hueco. Algo falta, aunque no se pueda nombrar. Y nada duele tanto como lo que no alcanza a ser recuerdo, pero igual duele.

Quizás, al final, los gorriones van donde va todo lo que el mundo no sabe guardar. A ese depósito invisible de mínimas existencias que sostuvieron el día sin pedir lugar en la memoria. A ese territorio donde lo que fue breve permanece sin estridencia, como una respiración que se extingue pero no se pierde del todo.

Y quizás por eso seguimos preguntando. No para saber dónde están ellos, sino para no admitir lo que su ausencia revela de nosotros: lo difícil que es aceptar que hay vidas -y partes nuestras- que no tendrán despedida, pero aun así merecían ser vistas.

Yuliana Davico

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