Después de los andares de la noche, la conciencia me susurra por debajo de la piel, bien dentro, y no hay forma de ahogarla. Su voz escuece, amaina y amarga. Mantengo algunas horas al ruido dando vueltas, rebotando en el vacío. Dejo que las palabras broten ciegas. Uso la luz diurna que no permite el escondite calmo.
Los números juegan su propio juego:
—Hace falta diez horas para el amanecer —me digo—. Han pasado dos personas vistiendo color verde. Tres perros han meado en la misma acera.
Por primera vez, agradezco la inquietud de mis pensamientos y la incapacidad de conectar ideas coherentes. Revuelvo fragmentos de canciones, frases de libros, titulares de noticias, imágenes borrosas de bancos mentales, publicidad o internet, quizá.
Al caer la tarde, postergo el descanso y me aferro a los resquicios de claridad artificial. Me siento en un banco con el grupo de conocidos de turno. Ordeno una cerveza y me obligo a participar en cualquier debate. Enuncio cada recuerdo factual:
—Leí algo de eso alguna vez —digo, tratando de sonar interesado—. Enséñame un poco más de aquello —pido, comprometiendo a mi memoria a guardar cada fragmento de información.
Probablemente lo olvide, pero durante esos minutos no dejo que el automático me llame. Brindamos a la tercera copa. Les llamo amigos. Espero hasta la medianoche para volver.
Apoyado en la puerta, el tintineo de las llaves me hace recordarte. Tenías la costumbre de llevar mil y una llaves. Me irrita y me hace reír. Todos los días debo detenerme en el umbral a buscar la adecuada. Al encontrarla, saco del cesto mental la imagen de tu rostro. Busco algo cómodo para cambiarme y tarareo una canción. Me echo a la cama y, antes de poner cualquier sonido, la conciencia pide mi atención. Dice lo que ya sé. Repite lo que desde hace meses he evitado pronunciar.
Alcanzo el teléfono y te deseo las buenas noches en un mensaje. El corazón se arruga ante la idea, y pienso de inmediato que no sé querer sin ti. Me aterroriza hacerlo. No entiendo una mierda del deseo y el amor. Nunca he hecho el mínimo esfuerzo tampoco. El ego me ha empujado por caminos sinuosos y las enredaderas de la memoria han deshecho cada oportunidad que tuve.
Considero exigirme caer en otros brazos. Mañana le hablaré a la morena del café. Sus ojos me gustan y su cabello largo se ve realmente atractivo cuando está recogido.
Cruza por mi cabeza aquella vez que te invité a salir por primera vez, cuando aún éramos amigos. Puede que todavía anduvieras con ese flaquito que te gritaba y te hacía mal, te hacía llorar y venías a mí. Yo te sacaba a pasear y me pasaba la noche en vela haciéndote reír. Eso fue hace cuatro años.
Es en este recuerdo donde descarto la idea de enamorarme de nuevo. La única solución es armarme de valor, dejarte, hacerme miserable hasta que deje de estar enamorado de nuestra historia. De la historia que ya no es. De la relación que ya no existe.
Debo dejarte, porque aún hay emociones de por medio, y no todas son buenas. Porque quiero también hacerte daño. Quiero dejar de amarte, dejar de amar lo que sea que siga amando: tú de hace tres años, tú cuando me decepcionaste, tú en quien ya no puedo confiar, tú que pudo enamorarse de otro aún cuando jurabas amor para mí.
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