Despertó.
Después de tanto silencio,
después del largo abismo que parecía no tener fin,
el demonio abrió los ojos
como quien regresa del infierno interior.
Las sombras seguían ahí,
pero algo en su pecho comenzaba a arder distinto.
No era furia,
era calma.
Una calma extraña, quebradiza…
pero real.
Sus alas,
aquellas que una vez se quebraron en la caída,
empezaron a trazarse otra vez en su espalda.
No quemaba,
esta vez no.
Era como si la oscuridad misma las tejiera
con hilos de ceniza y fuego suave.
Caminó.
No sobre tierra,
sino sobre humo —denso, flotante—
y al rozarlo con la yema de los dedos
sintió que algo distinto se acercaba.
No sabía si era redención,
no sabía si era amor,
pero sí sabía que por primera vez
no deseaba huir de ello.
Y aunque aún cargaba grietas y cicatrices,
ya no las ocultaba.
Porque a veces el renacer
no es volverse luz,
sino aprender a habitar la sombra
con alas que vuelven a crecer.
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