Donde el tiempo se detiene

La nostalgia de ver cómo todo se aleja, y esa necesidad de repetir en la cabeza cada instante de cada recuerdo, solo para conservarlo, porque no querés perderlo. La melancolía de saber que nada es como solía ser, y aunque seamos los mismos, ya no somos iguales que ayer.

Las fotografías guardadas en una caja desbloquean momentos olvidados, y otros que siguen tan presentes como antes. Al mirarlas, recuerdo el porqué de una risa capturada, la sensación de una familia feliz, una mesa interminable donde los problemas no existían, un cumpleaños que parecía no acabar nunca, porque al día siguiente no había miedo, ni preocupaciones, ni incertidumbre.

Qué loco es, de alguna forma, retroceder el tiempo. Reconocer a quienes siempre estuvieron: quien me tomó de la mano cuando aún no sabía caminar, y hoy me acompaña todavía en este andar. Ver el rostro de los que partieron, los que no pueden volver, y sentir que lo hacen por un instante, al revivir la felicidad que nos daban cuando estaban aquí. Porque, de algún modo, siguen estando, incluso cuando el silencio pesa más que su ausencia.

Y entonces noto que ciertos rostros que antes me eran tan familiares, hoy me resultan ajenos. Que hay mesas que antes estaban llenas y hoy se sienten vacías, aunque alguien todavía se siente allí. Hay otras, en cambio, que nunca dejaron de estar completas, aunque falte espacio o sobren recuerdos. Y aunque antes no sabía caminar, ahora sé distinguir entre el bien y el mal, lo que quiero en mi vida, lo verdaderamente real.

Quiero abrazar el presente, porque está rodeado de los que nunca me faltaron. Quiero perdonar y alejarme de los que no solo a mí me han fallado. No quiero sentarme en una mesa vacía, porque estoy en la mesa en la que siempre fui feliz, donde nadie salió herido, sino fortalecido. Esa mesa que no necesita sillas, ni manteles, ni platos, sino que se sostiene con los frutos del cariño que siempre se dio, con la promesa silenciosa de estar juntos, en lo bueno y en lo malo.