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"Donde el río mastica las piedras"

"Donde el río mastica las piedras"
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El río fluye, sí, como todo lo que alguna vez tuvo vida y luego fue olvidado. Se lleva consigo las memorias podridas de lo que fuimos, los restos oxidados de sueños que no supimos sostener. Dicen que cuando el río suena es porque piedras lleva, pero nadie menciona que a veces las arrastra como castigo, no como alivio. No todas las piedras quieren ser liberadas; algunas se aferran al fondo con la desesperación de un alma que sabe que la superficie es aún más cruel. ¿Y si esas piedras fueran parte de nosotros? ¿Y si en lugar de aligerar el peso, el río nos lo recuerda en cada curva, en cada remolino de barro y hueso?

Porque el agua no perdona. Su aparente suavidad es sólo la máscara de una bestia que corroe, disuelve, arranca lo que queda de piel espiritual. Tal vez nunca quiso ser camino, sino fosa. Quizá las aguas no limpian, sino despojan. Las piedras que llevamos no se sueltan: se incrustan. Se vuelven órganos dentro de nosotros. Palpitan. Duermen. Y de vez en cuando, muerden. No hay redención en la corriente, sólo el vaivén repetitivo del castigo. Como un eterno retorno del dolor, disfrazado de tránsito natural.

La filosofía se pudre cuando enfrenta la crueldad del río. Nos gustaría creer que fluye con propósito, que todo lo arrastrado encuentra un destino. Pero eso es mentira. Hay cuerpos que flotan por semanas antes de rendirse. Hay ideas que se hunden antes de nacer. El río no diferencia entre mártires y cobardes. Lo consume todo con la misma indiferencia sagrada. Nos han enseñado a ver la corriente como símbolo de vida, cuando en realidad es un recordatorio de lo inevitable: la disolución, el desgaste, el olvido.

Y entonces, surge la pregunta inevitable: ¿vale la pena resistirse? ¿Tiene sentido seguir arrojando nuestras piedras al agua, esperando que se las lleve, cuando quizás el río no quiera liberarlas sino multiplicarlas dentro de nosotros? Quizá somos canteras vivas, minas de nuestro propio sufrimiento, destinadas a reproducir piedras hasta que no quede carne. Hasta que seamos sólo una voz hueca resonando bajo el lodo.

Al final, no es el río el que nos atraviesa. Somos nosotros quienes lo tragamos, sorbo a sorbo, hasta ahogarnos sin una sola gota por fuera.

Helbert Roberto Alexander Aroch Rodas

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