Nunca fui de los que hacen ruido. Siempre he sido más bien esa clase de persona que pasa desapercibida, pero que, de alguna forma, se queda. Como una corriente de aire que se cuela por la ventana cuando nadie la espera, o como ese cielo nublado que no llueve, pero tampoco se aclara.
Nunca supe explicar bien qué es lo que me pasa. Hay días en los que me siento tan lejos de mí que hasta mi reflejo parece alguien más. Todo se me enreda en la cabeza: memorias que no terminan de irse, pensamientos que se golpean entre ellos como olas chocando contra una pared vieja. No es tristeza todo el tiempo. A veces es solo una sensación rara, como si algo me faltara y no supiera qué. Como si llevara una nostalgia heredada, algo que me habita aunque no lo haya vivido.
Empecé a plantar casi sin querer. Había una maceta tirada en el balcón, llena de tierra seca, y encontré un sobre de semillas en un cajón donde busqué otra cosa. No tenía grandes intenciones. Solo... necesitaba hacer algo con las manos. Algo que no pidiera explicaciones ni me obligara a fingir que estaba bien.
Recuerdo meter los dedos en la tierra. Fue raro, como si buscara enterrarme un poco ahí también. Tal vez sí, tal vez esperaba que el insomnio, la ansiedad, esa tristeza sin forma, se quedaran bajo la superficie.
Al principio no creció nada, y no me sorprendió. De hecho, lo sentí casi lógico. Como si la tierra entendiera que yo tampoco estaba del todo vivo. Pero seguí regando. Porque sí. Porque no sabía qué más hacer.
Me acostumbré a observar ese pedacito de tierra cada mañana. Sin apuro. Sin esperar nada concreto. Solo por estar. Era, en cierto modo, como mirarme.
Un día, salió algo.
Un brote muy pequeño, con un color verde tímido que parecía dudar de estar ahí.
Y por alguna razón, eso me aflojó un poco el pecho. No fue una gran emoción, más bien una especie de alivio leve. Algo parecido a una grieta por donde entra el aire.
Desde entonces, cada hoja nueva me enseñó algo.
Hay días en los que todo parece avanzar. Y otros en los que las hojas se secan, o se doblan, o no crece nada. Entendí que esto no se trata de tener todo claro o de sanar de una vez. Es más bien un proceso raro, a veces frustrante, lleno de pausas.
No todas las plantas sobrevivieron. Algunas se marchitaron en mis manos. Y dolió, pero también me mostró que no puedo salvarlo todo.
Ni siquiera a mí. Y que eso, a veces, está bien.
Sigo siendo un poco caótico, pero ya no lo peleo tanto. Entendí que no tengo que ordenar todo para estar en paz. Solo necesito espacio.
Y si alguna parte de mí florece en el intento, aunque sea un poco, entonces vale la pena.
Mientras allá afuera todo va rápido, yo sigo plantando. No porque espere grandes respuestas. Solo porque, de a poco, quiero aprender a quedarme.
A echar raíces.
A estar.
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