¿Dónde caés cuando caés?

Hace poco me llegó un telegrama despidiéndome del trabajo que tanto busqué. Como consecuencia de eso, sin querer queriendo, he vuelto a tener una recaída grande. De esas que, si no tenés refugios que te hagan de colchoneta, hacen que tu cuerpo toque el fondo más profundo que puede haber: el autodesprecio.

Ahora bien, ¿qué son estos refugios en los que caemos?

Primero que nada, definamos —en este contexto— qué se considera un “refugio”.

Por mi parte, lo que entiendo es lo siguiente: un lugar seguro que ampara las vulnerabilidades del ser (en este caso, nuestras inseguridades). Este puede ser tanto material (un juguete), un espacio (una habitación) o personal (un familiar).

Estos refugios tienen como fin principal servir como abrigo emocional y como espacio de intimidad, donde el individuo afectado no se vea en la necesidad de defenderse. Teniendo esto en cuenta, tendemos a creer que todo refugio al que caemos es bueno: un padre que abraza al hijo que recursó, aquel artista que escuchás viajando en micro, o esa plaza cerca de casa donde te sentás a ver pasar gente.

¿Pero todos los refugios son así de sanos?

Por muy lindo que sería ese caso, es obvio que no. No todos los refugios son sanos.

Para que existan los centros de rehabilitación, tienen que existir alcohólicos; y para que existan alcohólicos, debe haber un contexto que los lleve a eso. Es obvio que, para escribir el párrafo anterior, evité tener en cuenta la consecuencia principal del declive: el autodesprecio. Cuando caemos del todo, tendemos a refugiarnos en aquellas cosas que no amparan nuestro bienestar; más bien nos hacen olvidarlo, evitando ser conscientes del problema mismo y dejándonos sin ánimo de superación. Al tocar fondo, daríamos cualquier cosa por evitar, aunque sea por dos segundos, darnos cuenta de que la solución solo depende de nosotros mismos.

¿Y entonces? ¿Cuáles son tus refugios, realmente?

¿Dónde caés cuando caés?