Discípulos todos.

De la felicidad.

Si se tratara de poner en una balanza los placeres y el dolor, veríamos a las claras que el fiel se inclina descaradamente hacia el lado de la pena.

Nadie es feliz a tiempo completo. Nadie es feliz más allá de instantes concretos.

En la primera infancia, el niño, al que no se comprende, pide agua y le dan papilla, tiene sueño y lo sacan de la cuna, tiene sed y le cambian el pañal. Más adelante va a parar a la guardería, madrugando de modo criminal, en donde ha de pelear con sus congéneres por ese desvencijado tractor amarillo. Luego, al colegio, donde no sé cuántos doctos (¿?) quieren inculcarle modos y maneras. Le obligan a memorizar letras, números, conceptos; a ser uno de tantos. Avanza en el tiempo hacia la pubertad, y todo son enemigos: los padres, los profesores, los mismos de su edad, los de su contrario sexo. Vive reprimido, y eso no es bueno, y, si en algo satisfecho, su pago tiene también eso. Mal de amores, resacas, escasez de libertad, de sabiduría, de dinero. Y ha de decidir con su vida: estudios, trabajo. "¿Qué quiero?" "¿Qué pretendo?"

El individuo es constantemente presionado por una sociedad exigente que da muy poco, pidiendo mucho. Paro o trabajo, sin dar igual lo mismo da, pues raro es que sea, ni uno ni otro, placentero.

Responsabilidades, emparejamientos, hijos.

Se echa de menos la niñez.

Quizás creamos que todo mejora con el tiempo, pero no, lo que va bien, si algo hubiera, no es suficiente; sobra un vecino, una sequía, un mal gobierno. Y nos hacemos viejos, y recordamos con envidia la juventud.

Ya no hay energía, aparecen dolores nuevos, se atisba, por vecindad, el acuciante miedo a la dama muerte. Amanece, para una noche eterna, el fin del deseo.

Así, ¿Cómo creer que alguien puede ser feliz?

...

Nota: Versión libre de un texto de Crates, discípulo de Diógenes.