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Ya lo sabés, fue la tercera persona la que te mató. Un día dejé de hablarte. Un muy buen día ya no hubo dulce compañía ni me acompañaste de noche o de día. En cierta circunstancia un canal neuronal dio con la dosis justa de electrones y químicos para llegar a la pregunta “¿Y si dios no existe?” De la segunda a la tercera fue un salto mortal, prescindente, la gramática te asesinó. Lo recuerdo perfectamente, aunque me haya olvidado de mi cuerpo y piel infantil. Sábado de junio, el frío calaba los huesos, entre frazadas y colchas, la pregunta inquietante: “¿Cómo puedo saberlo?” Entonces jamás había escuchado siquiera la palabra filosofía ni impostaba esa pose ridícula de los que dicen “ay, sí… porque los que PEENSAMOS…” tal cosa. No, yo creí en ti, porque mi abuela me enseñó a hablarte como quien dobla la ropa. Porque en esa casa a la que iba todos los fines de semana estaba repleta de crucifijos, y porque si bien nunca concluí un rosario, tu presencia, tu existencia, tu ser, tu realidad, eran innegables. Yo te hablaba, pero vos no respondías.
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Este… si… ¿dios? ¿Estás ahí? Claro que no. Si los bueyes tuvieran religión pintarían a sus dioses con pezuñas. Sí, pero necesito hablarte. Ani se fue. Se embarcó a Irlanda, parientes no sé. Se fue de un plumazo. Y yo necesito hablarle, pero no puedo, porque estoy bloqueado, y ahora que ella vive lejos no hay amigos comunes, no hay resonancias, no hay ecos para oír con mis antenas de murciélago. Ani desapareció. Y yo necesito hablarle. Y me digo, sí, ella sabe cuánto la amé. Aunque todo se haya venido abajo. Me recuerda esa canción que Ani me enseñó “Necesito saber si pensás en mí o te importa una mierda”. Pero no puedo hablarle, ni verla.
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He aprendido, Dios, a no pedirte demasiado. Cada vez que mi corazón deseoso anheló algo con toda su furia y puso su alma en ti el destino me traicionó. Es estadística pura: si acudo a Ti es porque es improbable. Si acudiera a Dios para rezarle y pedirle que por favor pase el 16 de una vez, no sería un prodigio sobrenatural. Quizá deba pedirte cosas sencillas. Como que el chocolate siga sabiendo a cacao, y no a una maldita adulteración, edulcorada. No es mucho lo que te pido. Ya no pido que cambies nada del mundo material. Me refugio en el espíritu. Tú tienes el poder de cambiar las almas. Y sí, puedo rezar mediante estados de Wsp y tweets como quien arroja una botella. Pero no es un mensaje: no hay respuesta ni rayitas grises de que llegó el mensaje; esto es distinto, porque todo lo que huela a mística o como dicen algunas personas a intención, a “che, juntémonos el martes a intencionar por la felicidad” parece más perfecto. A soltar, a entregarse al acaso. Y Tú, Dios, tienes el poder. Puedes, lo sé, introducirte en el corazón de Ani y decirle “te quiero”.
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¿Qué estará haciendo Ani? ¿Sabe que no le guardo rencor? ¿Sabe que respeto su decisión de no verme o no hablarme? Pero aún quisiera que este palpitar, este corazón abierto que late descarnadamente sea sentido por ella. Sincrónica o asincrónicamente, que algo la sacuda de repente, sin sentido, y el rezo llegue al sol. Entonces, te pido a ti, Dios, Buey, Allah, o Jehová -ya no sé cómo llamarte- llevale mi amor. Decile: no estás sola. Decile que la quiero. Que no me olvidé, que mi corazón sigue ardiendo por ella. Aunque pase el tiempo inmisericorde.
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¿Viste Ani? Te lo dije, decíselo, todo iba a salir bien. Vos en Irlanda, en San Patricio, entre tréboles mutantes y verdes. No fue lo esperado. Tu ansiedad de la anticipación fue una profecía que se adelantó a la derrota, pero las cosas no están tan mal. Pasan los meses y cada vez pienso menos en vos, pero le pido a Dios que te lleve mi cariño, aunque sea en un pez que haya de cruzar el Atlántico y las capas tectónicas. Y me pregunto, qué estarás haciendo.
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Esto sos, Dios, una antena. Una antena mágica que me conecta con Ani, puedo mandarle un mail, hablarle a las amigas, rogar por atención, o incluso lanzar señales a la web sin esperar retorno, pero mejor el silencio. ¿No? ¿Qué puedo hacer más que decirte, ¿y Dios? ¿Estás ahí? ¿Le mandarás cariños a Ani?
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Sólo queda el silencio. Y odio el psicoanálisis. Odio que lo que queda de Dios es su efecto analgésico, que lo sé, cuando te rezo y te pido que le envíes mis cariños me relajo mejor que con un ansiolítico. Pero desearía creer, que algo de esto llega a Ani, que ella sin saberlo, por un entrelazamiento cuántico, un cristal cargado por la luz lunar, una intención, siente de repente, “ah, es él, todavía me quiere, y yo también lo quiero”. Dios necesito que seas mi mensajero, mi canal privilegiado, mi contacto absurdo e improbable. Si regreso a la segunda persona, y me encuentro temiéndolo, es porque estoy solo y el silencio es insoportable, y esa voz complaciente que me responde cuando maquino no me sacia. Necesito algo distinto. A veces el silencio contesta con más elocuencia que un sutil programa de computación.
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Si estás ahí, Dios, recordale que la quiero.

Bonchi Martínez
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