Se dejó arrastrar por ese hilo invisible que la tironeaba con dulzura, seduciéndola a entregarse al descanso. La luz de la luna, filtrándose apenas por el gigantesco ventanal, dibujaba sombras alargadas, casi siniestras, sobre la cama. El niño, acurrucado junto al cuerpo cálido de su madre, la observaba con esos ojos enormes y vacíos, tan oscuros que parecían devorar la poca luz que quedaba en la habitación. No había rastro de inocencia en su mirada, solo un hambre feroz, una curiosidad perturbadora por lo que tenía a su lado.
La habitación comenzaba a impregnarse de humedad, un olor acre que recordaba a algo en descomposición. Ese aroma nauseabundo parecía adherirse a las paredes, oscureciéndolas al instante. La mujer dormía profundamente; su pecho subía y bajaba con una cadencia que despertaba en el niño un deseo enfermizo. La observaba con una intensidad perturbadora; la saliva comenzaba a acumularse en las comisuras de sus labios, y de vez en cuando se los lamía, ansioso. Con manos temblorosas, empezó a rozar el brazo de la mujer, recorriendo su piel suave y cálida con la punta de los dedos. Ese contacto le provocó exitación, un placer tan repulsivo que lo llevó a morderse los labios hasta casi hacerlos sangrar.
De pronto, con un gesto violento, clavó sus dientes afilados en la carne tierna de su madre. El primer mordisco fue torpe, desgarrando más piel que carne, llenando su boca de sangre amarga. Ella se removió ligeramente, emitió un gemido bajo, pero no despertó. El niño, con los ojos encendidos de un brillo salvaje, continuó, mordiendo más profundamente, arrancando pedazos de carne que masticaba mientras la sangre caliente le corría por la barbilla, impregnando su piel pálida.
El crujido de los huesos al partirse bajo la presión de sus dientes resonó en la habitación. La madre finalmente abrió los ojos, pero su mirada tenía un mezcla de tristeza y desesperación, incapaz de comprender el horror que se desplegaba ante ella.
La carne se desgarraba fácilmente bajo la insistencia de los dientes de la pequeña criatura, y el hueso, expuesto, brillaba bajo la luz pálida. El brazo, destrozado, colgaba inerte mientras él seguía devorando, perdido en un trance voraz. La sangre, oscura y espesa, manchaba las sábanas y el camisón blanco de la víctima.
Cuando finalmente sació su hambre, dejó caer el brazo mutilado, que impactó contra el suelo con un sonido sordo y húmedo. Se acurrucó junto al cuerpo frío e inmóvil de su madre, sintiendo cómo su respiración, antes agitada, se iba apaciguando, acompasándose con el ritmo del goteo constante de la sangre que, desde el borde de la cama, caía en un charco oscuro sobre el suelo. En el silencio sofocante de la habitación, solo persistía el eco de un llanto, lejano y desgarrado, como el lamento de un fantasma que alguna vez conoció el amor, pero ahora apenas podía recordarlo
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