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¿Recuerdan el trece de mayo?
Hoy no tiene gracia, salvo porque es domingo. No es poco dirán quienes están obligados al calendario (y a misa). Hoy es sólo un día más en el almanaque que acabará en la lumbre o en el cajón de los papeles viejos.
Los veintinueve de diciembre, como los trece de mayo, son insustanciales por prescripción costumbrista. Luego está el accidente o esas cosas de la vida.
Hay días que son de importancia como el veinticinco y el treinta y uno del último mes del año, pero el veintinueve...
Morirá un niño enfermo o uno sano asesinado, pero hoy no tendrá especial recado. Mueren tantos...
El rey descansa.
La reina, a sus cuidados.
El Papa, ¿Papeando?
La estrella ya no funciona. Belén hoy es una escombrera. Los reyes no salen de sus palacios salvo para una regata. Los pastores son rumanos y las ovejas han de aprender idiomas. Las calles se iluminan con bombillas o con bombas, según sean los mandatarios.
Trump duerme tranquilo entre cortina y cortina, sus cabellos son de oro, el peine... No sé, el villancico es un empeño irracional. Beben y beben y vuelven a beber. Alcohólicos.
En Júpiter tendría cinco años.
Es curioso que hoy no importe, siendo que es el único día que de veras tenemos.
En fin...
Las de la suerte.
No es un orgulloso alarde mío, es tan solo lo que es.
Supongo que tomé las doce o las que pudiera tragar algunos años de niño. No recuerdo que eso fuera tan tradicional en casa como hoy lo es para todo el español mundo. Lo que sí hay en mi memoria es comprar para ese rato, en el bar de la Paquita (El Descanso), supongo que era de los primeros años de no celebrar el momento en casa, una bolsa de gusanitos (o algo de eso). Desde entonces, ni caso he hecho a lo de los doce granos.
Observo a los demás tragando como pavos mientras suenan las de la Puerta del Sol.
No hace daño a nadie esa tradición ni tengo yo nada en contra, solo que no participo.
Mi suerte estará echada en otro sortilegio distinto.
Me gusta más tejer de estos cestos:
Estelas.
El despertador. El semáforo. El reloj de fichar. El jefe. La propia mujer de uno...
Se embarcó el Hombre en un buque de remos al que jamás hacía avanzar el viento.
Cada camarote un deseo que obliga. Abrir cada puerta es caer en un nuevo descalabro.
Sueña quien logró una llave que la siguiente le hará, seguro, menos desgraciado. Y se suceden las victorias que llenan la vida de una enorme derrota, que lo logrado es instante de gloria y la eternidad para pagarlo.
Pañuelos para los sin mocos que por no necesarios salen demasiado caros.
Y seguir remando. Y seguir remando.
La travesía es como cruzar el báratro undoso y terrible. Es arribar a una pesadilla tras cada sueño alcanzado.
Olvidado en lo profundo el lujo de dejarse llevar por las olas, el Hombre sigue agarrado al remo, sigue apretando las callosas manos.
Desde el carajo, al cruzarse con el velero, que suave surca el estuario, la voz de una seca garganta:
-¿Quién eres tú?
Y del ligero casco, entre las telas que el viento adormece, apartándose de los remos brutales:
-Soy José Luis.
-¿José Luis?
-Perales.
(Con el tiempo, libertad y gaviotas, ha resultado ser una pésima asociación).
...
No crean que no me jode.
Yo podría dedicar mi tiempo a ficciones de todo tipo. Con mayor o menor gracia, originalidad, estilo, acierto, compondría historias sobre personas inventadas, situaciones enrevesadas, mundos alternativos, sensaciones, filosofías, sandeces varias, y mi estar en esto de ser, resultaría mucho más placentero que no así, con el constante cabreo por la estulticia de tanto y tanto elemento que tiene a la política como peana de santo. Sí, con el convencimiento rancio de que eso no se toca ni se cambia ni se piensa ni hay otra cosa con ello que renovar el voto sumiso y fiel. Oremos.
Democracia, me dicen, cuando afeo el voto a la derecha. Y no, eso no es Democracia. Cuando la derecha ha demostrado de todos los modos posibles que trabaja contra el Pueblo, legal e ilegal, de las dos formas, y en ambas, siempre contra el Pueblo, no tratamos con la Democracia.
Eso no es Democracia, es ignorancia, prejuicio, maldad, miedo.
Yo podría cantarle a los colores de tus ojos, decía Rosendo.
Un viaje de invierno.
He vuelto a mi infancia. Sin maletas, pero con esta carga de tiempo que aplasta los hombros y pinta encorvado el cuerpo.
Me he encontrado allí con un lugar en el que casi no sobraba nada. Calles de paredes viejas, a veces medio hundidas, casi siempre desconchadas. Una pelota pinchada. Frías, heladas, las sábanas. Meriendas de pan con aceite, sal y pimentón. En la lumbre el puchero con aquello que no era café. La mula en la cuadra. La escuela.
Las regueras cruzaban la plaza. Llovía más entonces. Y nevaba.
Y allí estaba el chiquillo que yo era. Pequeño, flaco, vestido de pobre, vestido del saco. Inseguro, tímido, ignorante, apocado.
Ya entonces pensaba demasiado.
Pero jugaba tanto...
Jugaba mucho solo. Me sentía más libre sin los otros, que andaban siempre corrigiendo, siempre mandando.
Las peleas siempre me hicieron mucho daño.
La infancia es un lugar ya muy lejano. Un lugar de miedos, tristezas, carencias, dudas. No ha cambiado tanto. Pero la recuerdo esencialmente feliz, porque para aquel niño, con poder jugar, habia bastante.
Ha sido un extraño viaje.
Y a nadie se le ocurre quitar la capa al rey para abrigar al desnudo niño.
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