Día de la Madre

Mi señora,

Usted que es mi religión, donde poso mi absoluta devoción por su persona, de más está cualquier pecaminosa palabra; pues nunca es suficiente. Ninguna letra me silenciará para siempre cuando se trate de usted, puesto que ninguna goza de estar a su altura. Me parece limitante definirla: para mí, usted es la razón única de mi vida.
Es la luz que Dios protegió para mí, el regalo de las estrellas, de aquella noche penumbrosa que me vio conocerla y observarla por primera vez.
Sentí que la amaba por encima de cualquier despertar, de cualquier vida anterior. Mi corazón ya añoraba siquiera rozar su cercanía.

Y aquí estoy, ante usted, derrumbando cualquier coraza que abunde en la potestad de mi corazón, para decirle que la he buscado y amado. La he encontrado y me he rendido ante cualquier futuro.
Devotamente me encuentro admirándola por encima de la muerte. Usted, que ha sido siempre mi bastión, la escorpión en mi piel, el cimiento que me permitió caminar, jugar y llorar.

Prométame siempre que, incluso cruzando el umbral, se acordará de mí. Que desde el astral estará siempre abrazando mi mortalidad. Yo sí estaré, allá donde ya no perturbe la vida, la muerte ni la oscuridad.

Usted, que siempre será el amor de mi vida, vuélvase eterna en mi corazón. Téngame piedad ante el descaro de tener una profesión tan miserable, la de ser grande en lo intangible, en lo no expresivo, en el susurro de un arte.
Ha engendrado a una poeta que, ni ante el mayor castigo, dejará de venerarla.

Ese es mi don, el arrancarme del pecho tan avergonzante vulnerabilidad y regalarle algo que ni los confines del infierno pueden arrebatarle: mi alma.
Mi alma es y será suya para siempre, pues la amo.

Nunca deje de ser mi madre. Nunca deje que esta vela se apague.
Yo siempre la buscaré, y le recordaré quién es, por encima de la trascendencia.
Yo sí me animo, sin el más mínimo juicio, a sus heridas y sombras amar.

Feliz día, mi señora. Que mi escritura la eternice para siempre.