Existe una línea casi etérea,
entre el enamoramiento y la obsesión.
Una frontera que jamás he logrado habitar con templanza;
inevitablemente, la transgredo.
No sé amar en silencio,
no sé permanecer en la superficie emocional que otros habitan con naturalidad.
Lo mío es el vértigo,
la inmolación afectiva,
la devoción que roza lo patológico.
No importa la reciprocidad —o su ausencia—:
mi afecto se exacerba igual,
se dilata hasta volverse necesidad,
ritual, desvelo.
Amo con tal intensidad que devengo sombra de mí misma,
residuo de una llama que no supo ser contenida.
Y así, lo que comienza como ternura,
inevitablemente se transmuta en obsesión:
la forma más dulce de autodestrucción.

Nicoll
Que el murmullo de la lluvia me atraviese como caricia, y que el alma, vestida de deseo y fragilidad, me defina como mujer que ama con docilidad
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