Conticinio sosegado a la cruz altiva,
Harpócrates impávido suplicó ante la estípite,
para que ninguna palabra sea nominada.
La ebúrnea alameda rodea el céntrico punto,
donde el grado liminal agudiza.
Inscripto en el cenotafio, su nombre eternalizado,
cerúlea la ánima, deseosa de ceñirse en Patmos.
Signífera cuando es heraldo de muerte,
pesquisidora entorpece el llanto.
Su esencia undosa es reducida a la vertical caída,
conducida por el arcaduz.
Revestida la circunferencia contenedora
de la esencia infinita.
Cuando el fuego no sea más que el logos imperecedero,
símil de la mónada.
Precursor, Vulcano, Hefesto ha sido,
usurpador de principios concatenados.
La muerte atenagórica escribe la última carta.
La sustancia recita la homilía luego de la hiperbólica palabra,
mientras el cuerpo silente añora el umbrátil destino.
Piensa tocar la carne materialmente existente de Dios.
El universo atómico, constituido en su núcleo positivo
y recubierto por el halo de electrones negativos,
impide que el ser toque el incognoscible material.
La fuerza de repulsión entre los átomos,
aquellos pensados en pretérito por Demócrito,
crea la presión en los nervios sensoriales,
ejecutando la interpretación cerebral.
Alguna vez, el átomo dividido del cuerpo
se supo verse morir junto al Verbo concebido,
y al fin pudo en paz descansar.
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