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    Destino final 7: El sanguchito de bondiola

    Jun 28, 2025

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    Destino final 7: El sanguchito de bondiola
    Nuevo concurso literario en quaderno

    Cuando sos adolescente hay dos cosas que no sabés controlar: la ansiedad y el intestino. Yo tenía quince, era virgen, flaco, granudo y no sabía que la bondiola callejera podía ser un arma de destrucción masiva.

    Todo empezó a las 23:47 en la placita de la estación, donde el “Chori del Vasco” hacía unos sánguches que parecían inocentes, pero que —como comprobaría minutos después— venían con final trágico incorporado.

    —¿Con picante? —me preguntó el Vasco.

    Y ahí, como un pelotudo, asentí con la firmeza de quien jamás sospecha que su colon está por escribir su manifiesto.

    Lo siguiente es una cronología exacta de los hechos, porque cuando uno se está por cagar encima la mente graba todo en HD 4K.

    23:58. Termino el sánguche. Me relamo. Me despido. Empiezo a caminar hacia casa como si fuera el protagonista de una propaganda de Adidas.

    00:03. Primer calambre en el bajo vientre. Pienso que es psicológico.

    00:05. Segundo calambre. Este tiene nombre y apellido. Se llama Gonzalo y golpea la puerta desde adentro.

    Ahí entiendo que la situación es grave. Estoy a seis cuadras de mi casa. No hay bares abiertos. No hay baños químicos. No hay esperanza. Solo yo, mi esfínter y la noche.

    00:06. Empiezo a trotar.

    El problema con trotar en estos casos es que hay que encontrar una velocidad específica. Si vas muy despacio, no llegás. Si vas muy rápido, agitás el intestino y se arma la guerra civil en el recto.

    En la tercera cuadra, en la esquina de Azopardo y Laprida, se activa la maldición: una secuencia Destino Final en versión cloacal.

    Paso corriendo por una obra en construcción. Piso un tablón suelto. El tablón salta y golpea un poste. El poste vibra. De arriba cae una paloma muerta. Me agacho por reflejo. El movimiento activa el “modo tsunami”.

    Todo se tensa. Me freno. Aprieto. Rezo.

    —¡Dale! —me digo—. ¡Tres cuadras más, forro!

    Sigo. Camino como vaquero. En la cuadra siguiente, una señora saca a pasear un caniche nervioso que me ladra como si oliera la tragedia inminente. Me hace frenar en seco. Vuelvo a sentir el “efecto bondiola”, esta vez acompañado por una gota de sudor frío que se desliza desde la nuca hasta el coxis, como anunciando el apocalipsis.

    00:09. Estoy a dos cuadras. Miro al cielo y digo: “Dios, si me salvás esta vez, juro que me hago vegano”.

    Mala idea.

    La calle está en silencio, pero justo en ese instante, como si el universo se burlara de mi desesperación, un repartidor en bicicleta se cruza en mi camino, me obliga a esquivarlo, piso una caca de perro, me resbalo, y caigo de culo. El golpe es el equivalente a tocar el botón rojo del lanzamiento nuclear.

    No hay más vuelta atrás.

    Ahí nomás, entre dos autos, sin más herramientas que mi dignidad agonizante y una bolsita de supermercado que tenía en el bolsillo del buzo (no me preguntes por qué), decido hacer lo que ningún adolescente quiere que se sepa de él: cagar en la vía pública.

    Pero no termina ahí.

    Mientras hago lo que tengo que hacer, una alarma de auto se dispara. Se encienden luces. Una cámara de seguridad me apunta. Escucho una voz automática:

    —¡Zona monitoreada! ¡Usted está siendo filmado!

    Pienso: “mejor filmado que explotado”.

    Termino. Me limpio con el ticket del Coto que tenía en el bolsillo (gracias, alfajor Jorgito), y sigo camino. Llegué a casa a las 00:17. Mi vieja me preguntó por qué tenía olor a químico y tierra.

    Le dije la verdad: que el Vasco debería ser juzgado en La Haya.

    Desde entonces, cada vez que paso por el barrio, las cámaras de seguridad me reconocen. Y yo, por las dudas, camino más rápido.

    Giovanni Battista Manassero

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