Me temo que partir es más que una despedida. No se puede mirar hacia atrás sin que el corazón palpite con cierta ternura agridulce. Son peripecias varias las que hace el pensamiento pues se debe vivir, pero ¿cómo se hace si las lágrimas confunden la espontaneidad con rutinariedad? ¿Cómo se vive si las caricias que recibías hasta hace unos pocos días se vuelven, arrolladoramente, en un recuerdo varado de un amargo final?
El destino es necio, cruel e impasible. Su cometido es uno: Dañar. Así es y así lo será, pues ¿por qué si no el humano enloquece por lo venidero aún no haya ocurrido?
Cuánta ha de ser la gente, pobre de ella, que ponga la soga en su cuello al pensar: "¡Oh, Destino, no será este sino mi seno al que abrace, vespertino aventurero, y que el mañana traiga consigo cobijo, lujo y riquezas!"
No se es más necio por vivir del destino, no. Se es necio cuándo el destino te escupe, pisotea, te agravia y no suficiente con eso, se apiada de tí y tú, como un pobre infeliz, danzas a su alrededor como si fuera su música la mayor de las melodías.
Y, en el fondo, lo entiendo. ¿Quién si no es culpable de los recuerdos? El destino. ¿Quién es culpable de delirar? El destino. ¿Quién es, si no el destino, quién amaga con el abrazo y clava la estaca en el pecho de nosotros, mortecinos humanos?
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