vania se quitaba la medalla de oro de la virgen, la misma que su abuela le había traído bendecida desde el vaticano, cada vez que salía con gabriel por la noche, buscando desprenderse de cualquier vestigio de culpa. por supuesto, no soportaba sentir el frío del metal golpearle el pecho mientras, a muslos abiertos, aún con ropa, azuzaba contra pedro.
prefería que no se estacionaran cerca de su casa, a gabriel le parecia una exageración, pero para vania era más una forma de no contaminar su cotidianidad pura con decepción -y placer-. ese día, hacía apenas unas horas, había servido la torta de cumpleaños a su abuela, repartiendo sonrisas. ahora, a eso de las 9:00pm eran las mismas manos que se aferraban con fuerza a los hombros de pedro, al respaldo del asiento del auto.
al regresar, volvería a colocarse la medalla, como quien se viste con una segunda piel, y sería nuevamente la nieta perfecta, la joven de mirada limpia. pero por ahora, en la penumbra, podía ser otra.

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ya me sabe a poema tu cintura, a pradera de besos, rabiosamente vivos, a paisaje tallado por el alba.
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