Agosto fue un mes tremendo en lo emocional y mental. Si tuviera que graficar mi estado anímico, se vería como una línea en descenso continuo, cargada de desesperación. Cuando estamos mal, los pensamientos intrusivos aparecen: entre varias cosas, nos dicen que nunca vamos a volver a estar mejor, que toda la estabilidad que habíamos construido se desmoronó, que cualquier intento por salir adelante será en vano, que no vale la pena gastar energía porque inevitablemente volveremos a caer. Y entonces la culpa se instala en el cuerpo: por las noches, bruxismo; por las mañanas, dolores de cabeza, contracturas y una sensación que condiciona el inicio de cada día. Sobreanalizamos todo, buscando pruebas que confirmen que esos pensamientos tienen razón, y caemos en un loop del que parece imposible escapar.
Cuando el malestar llega al punto de impedirme hacer mis tareas diarias —como trabajar—, me desespero. Empiezo a buscar libros de autoayuda. No los leo para creer todo lo que predican, sino para rescatar algo, aunque sea mínimo, que me sirva. Busco técnicas para relajar la mente, maneras creativas de hacer catarsis, pequeños gestos que me permitan sobrevivir. Pruebo, anoto… y después lo olvido, por eso siempre vuelvo a buscarlos. La mayoría de esos libros ofrecen información que parece obvia, tan obvia que la pasamos por alto. Y sin embargo, casi siempre ahí hay algo que ayuda.
Esta semana me encontré con una amiga que estaba igual que yo: agotada, cansada de todo, mental y espiritualmente. Entre mates amargos con lavanda —que, dicho sea de paso, es buenísimo para el estrés, digo, juntarte con una amiga y tomar mates con lavanda— y unos bizcochos caseros, me dijo:
—Lo que pasa es que el malestar está en el aire. Con cada persona que hablo me comparte lo mismo. Yo creo que es algo mundial, ni siquiera nacional —afirmó, segura, mientras ponía el agua para el mate.
—Sí, puede ser… A mí me pasa que me olvido de cómo sentirme bien cuando estoy sola. Antes mi compañía no me molestaba, pero ahora me genera ansiedad. Odio eso —le confesé, con un poco de vergüenza.
—Estar sola implica escucharnos —me respondió—, y muchas veces no queremos hacerlo. Nos da miedo profundizar. Pero pensá que, si al menos una vez al día te das atención, capaz esa incomodidad se va al segundo plano. Porque, en el fondo, lo que pasa es que vos misma te estás pidiendo atención… y vos misma te estás ignorando. Sos tu propio padre abandónico diciéndote: “Callate un poco, nena”.
¿Mi propio padre abandónico? No quiero ser eso para mí. Así que decidí prestarme atención, aunque fuera solo un ratito.
Todo empezó el viernes —un poco tarde, lo sé, pero recién al final de la semana reuní fuerzas para escucharme—. Como era 29, día de ñoquis, y yo venía con un antojo tremendo, decidí hacerlos caseros. Después de trabajar fui al súper, compré todo lo que necesitaba y, de paso, un vino blanco dulce. Mi plan: cocinar mientras tomaba algunas copas, escuchar un compilado de Pink Floyd y, más tarde, a los Red Hot Chili Peppers. Bailé, canté, comí delicioso y, después de mucho tiempo, me sentí mimada. Le di lugar a lo que quería. Me escuché. Me cumplí. Al fin y al cabo, lo que tenía para decirme no era nada malo, solo necesitaba atención.
El sábado fue un desafío mantener la racha de mimos. Me desperté pensando: “¿Y hoy cómo hago para no romperme?”. A los minutos, me di cuenta de que esa pregunta escondía mucha exigencia, como si apenas empezara el día ya tuviera que tener todo resuelto. Entonces recordé lo que me dijo mi amiga por mensaje al día siguiente: "no se trata de seguir un manual de pasos que nos devuelva la vitalidad, sino de escucharnos cada día para descubrir qué necesitamos en ese momento".
Ese día me escuché y descubrí que quería comer mandarinas al sol y salir a caminar. Pasé el día bajo mi propia responsabilidad: terminé de leer el libro de autoayuda, lo critiqué, tomé notas, estuve en el patio con mis gatos, los vi jugar, trepar, correr detrás de otros gatos vecinos. Caminé un rato, crucé palabras con desconocidos, disfruté la trivialidad de las cosas simples. Después volví, dormí una siesta sin culpa, me levanté, me preparé unos mates y comí otra mandarina. Fin del sábado.
Y hoy… hoy es otro día que tengo que afrontar para no caer en el dominguicidio, que viene acompañado de la tormenta de Santa Rosa, al parecer. Primero la tormenta fue interna: vientos que me desordenaron las ideas, lluvias que me ahogaron en la depresión, frío que me agrietó la piel, humedad que hizo incómodo habitar en mi propia mente. Ahora, afuera, se materializa. Y me pregunto: ahora que logré sacarla de mi cabeza, ¿tendré un septiembre más tranquilo después de esta tormenta?
Si te gustó este post, considera invitarle un cafecito al escritor
Comprar un cafecito
francina
Si paso por acá es para declarar mis eternas bitácoras: de mi mente, mi rutina, mi vida. Dejar un… ¿Registro? Veremos qué sale.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión