Cuándo comenzó a resquebrajarse todo?” escribió en un pequeño cuaderno que él le regaló para su cumpleaños. Apuesto a que desearías que ni siquiera nos hubiéramos conocido, para terminar de esta forma, pensó, pero no lo escribió. De alguna manera no quería materializar esas palabras en el mundo real, porque entonces se convertirían en eso, algo real, en el mundo corporeo, declarando cosas que ella no sabía y tampoco deseaba saber, a decir verdad. Encendió un cigarrillo y se sentó en la esquina de la cama, al lado de la ventana, acción inútil que no sacaría el olor a humo de las paredes, pero que la hacía sentir que tenía una pequeña pauta de que no sea así. Comenzó, entonces, a hablar en voz alta:
Apuesto a que rompí cada parte de tu corazón. Que no supiste qué hacer ni a dónde ir cuando todo terminó. Sos injusto, pero a mí me gustan igual las injusticias, entonces me perseguiste como un adulto al que le arrancan el suelo, y cuando te fuiste de repente, yo te perseguí como un niño al que le arrancan un sueño, y se queda esperando al lado de una pared sin puerta, creyendo que algún día la cruzarías para decirme estupideces y escuchar estupideces de mi parte. Nos sumiríamos en un abrazo lleno de tonteces, nostalgias y cariños, y todavía no sabríamos qué hacer con el otro porque sabemos que somos dañinos. No se trata de si vos sos para mí o no, se trata de encontrar el norte de nuestras vidas porque yo no soy tu suelo, y nos soy una niña sin un sueño. Solamente tenemos que aprender a vivir sin el otro. Solamente eso. Pero sabés, me despierto a veces pensando que si me doy vuelta vas a estar ahí, comprometido a no soltar mi espalda. Qué estupidez. Tengo que lavar la ropa y terminar de anotarme a la facultad y también ordenar los platos pero no quiero porque cuando lo hago se rompen en mis manos y mancho todo de sangre. Tengo que irme a otro encuentro que no es el tuyo, mi amor, pronuncio mi amor en voz alta para materializar un poco de lo que queda de nuestro amor y…no sé…hablo sola para escuchar alguna voz ya que no podemos tener conversaciones…pero tengo que irme.
Agarró todas las preparaciones banales de un primer encuentro y siguió dando vueltas en la cama esperando que se haga la hora. Al otro lado de la ciudad, él teclea facturas en una computadora que no es la suya, sino la del pequeño cubiculo de un trabajo que no termina de hacerlo feliz, y se pregunta si todo se resquebrajó el segundo en el que puso un abandono en el corazón de ella. Se arrepintió un único segundo en el que apretó el puño hasta que sus uñas lastimaron la palma de su mano y recordó que tiene que hacer lo que mejor aprendió a hacer sin que nadie lo reconociera como lo merecía en el camino. Un niño pródigo sin amigos tan reales en un pueblucho donde todos saben pero nadie entiende realmente, que fue lastimado solo por sentir como lo hacía, encontró en la terrible Buenos Aires una chica de fuego que no podía hacer otra cosa que vivir a flor de piel sus sentimientos y destruir con ello todo lo que le era bueno, porque él sabía en el fondo que ese era el único amor que ella sabía dar y merecer, un romance completamente pasional que te saque las vísceras era la única forma en la que ella había entendido que podía amar, y él la amaba incondicionalmente, a pesar de que rompiera con lo que había planeado para su cotidiana vida.
Sí, una vida tranquila, en un barrio lindo, un trabajo en el que no resuelva a todas horas y una mujer que sostenga alguna que otra pena que nunca había afrontado. Eso era lo único de lo que estaba seguro hasta que ella rompió su techo para adentrarse en su cama cada sábado, y empezó a charlar durante las silenciosas noches sobre esos dolores de pecho que nunca la dejaban en paz. Abrazandolo, le preguntaba quién fue y de dónde vino, porqué estaba rodeandolo con sus brazos y qué había hecho para atraparla. Pero quizás, se dijo a sí mismo, era él el atrapado en las sabanas, en los besos, en las preguntas, en las lágrimas, en el fuego de una chica que no podía apagar su llama destructora por más que él intente apretarla en un abrazo como uno aprieta entre los dedos el fuego de una vela para apagarla una vez que vuelve la luz. Ella estaba del otro lado, se dijo, allá donde no podría jamás saltar a mi encuentro. Y ahora vivo un maldito panteón de recuerdos de nuestros besos y de todas las palabras de amor que escribió y quemó para dejarlas ir. Quiso golpear la pared pero pensó que quizás lo despedirían o les daría igual porque lo necesitaban más de lo que él los necesitaba a ellos, entonces se arrepintió de nuevo, por un segundo, de no hacerlo.
Ella hizo lo que mejor sabía hacer con los hombres: fingir complacencia. Le preguntó a su encuentro si el mate estaba demasiado caliente, si le gustaba más o menos la música pop, si alguna vez estuvo fracturado. Entonces comenzó la obra que conocía de memoria, la única obra de la que él no formó parte en ningún momento: el aburrimiento. Deseó poder llamarlo y tener otro desencuentro. Burlarse brevemente de su postura y del dolor de ambos, también insultarlo y decirle que ojalá se arrepintiera por las mañanas de ya no despertar juntos. Deseó su indiferencia al otro lado del télefono, porque su apatía siempre estuvo llena de capas y capas de emociones que él jamás dejaría ver a nadie más que ella, y por otro momento deseó que la llamada sea para decir palabras de amor, para preguntarle si tenía frío ahora que la ciudad está abandonando el verano, si come bien, si se esfuerza, si no lo hace porque ya siguió adelante y no tiene más la necesidad imperiosa de besarla cada vez que la ve, de sostenerla. Y entonces, dijo por accidente en voz alta, “¿Cuándo se resquebrajó todo?” Y su encuentro, confundido, siguió hablando de entrenamientos y música, mientras ella veía en sus ojos un color diferente al que quería ver, mientras la brisa fresca que sentía en sus piernas no era del parque en el que quería estar, mientras en su interior ambos tiraban la soga de los recuerdos, se dieron cuenta de que ya no importaba cuál fue el momento clave dónde todo empezó a caer, donde dejaron de llamarse, donde empezaron a sentir en sus pies las aguas de un mar creciente que los separaba, porque aunque escalen desde ambos extremos esa soga tirante, ya jamás volverían a encontrarse.
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